lunes, 22 de septiembre de 2014

Primer acuerdo: ser impecable con la palabra


Título original: The Four Agreements de Miguel ruiz


Al Círculo de Fuego;
los que ya se han ido,
los que están presentes
y los que aún tienen que llegar.
Agradecimientos
Me gustaría expresar mi humilde agradecimiento a Sarita mi
madre, que me enseñó el amor incondicional; a José Luis mi
padre, que me enseñó disciplina; a mi abuelo Leonardo Macías,
que me entregó la llave para acceder a los misterios toltecas, y
a mis hijos Miguel, José Luis y Leonardo.
Deseo expresar mi más profundo afecto y aprecio a Gaya
Jenkins y Trey Jenkins por su dedicación.
Me gustaría hacer extensiva mi más honda gratitud a Janet
Mills, editora y creyente. También estaré permanentemente
agradecido a Ray Chambers por iluminarme el camino.
Me gustaría manifestar mi respeto a mi querida amiga Gini
Gentry, una ”mente”, increíble cuya fe me llegó al corazón.
Me gustaría también reconocer la contribución de las
numerosas personas que generosamente entregaron su tiempo,
su corazón y sus recursos para apoyar estas enseñanzas. Una
lista parcial incluye a Gae Buckley, Teo y Peggy Suey Raess,
Christinea Johnson, Judy “Red'' Fruhbauer, Vicki Molinar, David
y Linda Dibble, Bernadette Vigil, Cynthia Wootton, Alan Clark,
Rita Pisco Rivera, Catherine Chase, Stephanie Bureau, Todd
Kaprielian, Glenna Quigley, Alan Hardman, Cindee Pascoe, Tink
y Chuck Cowgill, Roberto y Diane Paez, Siri Gian Singh Khalsa,
Heather Ash, Larry Andrews, Judy Silver, Carolyn Hipp, Kim
Hofer, Mersedeh Kheradmand, Diana y Sky Ferguson, Keri
Kropidlowski, Steve Hasenburg, Dara Salour, Joaquín Galvan,
Woodie Bobb, Rachel Guerrero, Mark Gershon, Collette
Michaan, Brandt Morgan, Katherine Kilgore (Kitty Kaur), Michael
Gilardy, Laura Haney, Marc Cloptin, Wendy Bobb, Edwardo Fox,
Yari Jaeda, Mary Carroll Nelson, Amari Magdelana, JaneAnn
Dow, Russ Venable, Gu y Maya Khalsa, Mataji Rosita,
Fred y Marion Vatinelli, Diane Laurent, V. J. Polich, Gail Dawn
Price, Barbara Simon, Patti Cake Torres, Kaye Thompson,
Ramin Yazdani, Linda Lightfoot, Terry “Petie'' Gorton, Dorothy
Lee, J. J. Frank Julio Franco, Jennifer y Jeanne Jenkins, George
Gorton, Tita Weems, Shelley Wolf, Gigi Boyce, Morgan
Drasmin, Eddie Von Sonn, Sidney de Jong, Peg Hackett
Cancienne, Germaine Bautista, Pilar Mendoza, Debbie Rund
Caldwell, Bea La Scalla, Eduardo Rabasa y el Cowboy.
Los toltecas
Hace miles de años los toltecas eran conocidos en todo el sur
de México como “mujeres y hombres de conocimiento”. Los
antropólogos han definido a los toltecas como una nación o una
raza, pero de hecho, eran científicos y artistas que formaron una
sociedad para estudiar y conservar el conocimiento espiritual y
las prácticas de sus antepasados. Formaron una comunidad de
maestros (naguales) y estudiantes en Teotihuacán, la ciudad de
las pirámides en las afueras de Ciudad de México, conocida
como el lugar en el que “el hombre se convierte en Dios”.
A lo largo de los milenios los naguales se vieron forzados a
esconder su sabiduría ancestral y a mantener su existencia en
secreto. La conquista europea, unida a un agresivo mal uso del
poder personal por parte de algunos aprendices, hizo necesario
proteger el conocimiento de aquellos que no estaban
preparados para utilizarlo con buen juicio o que hubieran podido
usarlo mal intencionadamente para obtener un beneficio
personal.
Por fortuna, el conocimiento esotérico tolteca fue conservado y
transmitido de una generación a otra por distintos linajes de
naguales. Aunque permaneció oculto en el secreto durante
cientos de años, las antiguas profecías vaticinaban que llegaría
el momento en el que sería necesario devolver la sabiduría a la
gente. Ahora, el doctor Miguel Ruiz, un nagual del linaje de los
Guerreros del Águila, ha sido guiado para divulgar las
poderosas enseñanzas de los toltecas.
El conocimiento tolteca surge de la misma unidad esencial de la
verdad de la que parten todas las tradiciones esotéricas
sagradas del mundo. Aunque no es una religión, respeta a
todos los maestros espirituales que han enseñado en la tierra, y
si bien abarca el espíritu, resulta más preciso describirlo como
una manera de vivir que se distingue por su fácil acceso a la
felicidad y el amor.
INTRODUCCION
Espejo Humeante
Hace tres mil años había un ser humano, igual que tú y que yo,
que vivía cerca de una ciudad rodeada de montañas. Este ser
humano estudiaba para convertirse en un chamán, para
aprender el conocimiento de sus ancestros, pero no estaba
totalmente de acuerdo con todo lo que aprendía. En su corazón
sentía que debía de haber algo más.
Un día, mientras dormía en una cueva, soñó que veía su propio
cuerpo durmiendo. Salió de la cueva a una noche de luna llena.
El cielo estaba despejado y vio una infinidad de estrellas.
Entonces, algo sucedió en su interior que transformó su vida
para siempre. Se miró las manos, sintió su cuerpo y oyó su
propia voz que decía: “Estoy hecho de luz; estoy hecho de
estrellas”.
Miró al cielo de nuevo y se dio cuenta de que no son las
estrellas las que crean la luz, sino que es la luz la que crea las
estrellas. “Todo está hecho de luz –dijo-, y el espacio de en
medio no está vacío” Y supo que todo lo que existe es un ser
viviente, y que la luz es la mensajera de la vida, porque está
viva y contiene toda la información.
Entonces se dio cuenta de que, aunque estaba hecho de
estrellas, él no era esas estrellas. ”Estoy en medio de las
estrellas”, pensó. Así que llamó a las estrellas el tonal y a la luz
que había entre las estrellas el nagual, y supo que lo que
creaba la armonía y el espacio entre ambos es la Vida o Intento.
Sin Vida, el tonal y el nagual no existirían. La Vida es la fuerza
de lo absoluto, lo supremo, la Creadora de todas las cosas.
Esto es lo que descubrió: Todo lo que existe es una
manifestación del ser viviente al que llamamos Dios. Todas las
cosas son Dios. Y llegó a la conclusión de que la percepción
humana es sólo luz que percibe luz. También se dio cuenta de
que la materia es un espejo -todo es un espejo que refleja luz y
crea imágenes de esa luz-, y el mundo de la ilusión, el Sueño,
es tan sólo como un humo que nos impide ver lo que realmente
somos. “Lo que realmente somos es puro amor, pura luz”, dijo.
Este descubrimiento cambió su vida. Una vez supo lo que en
verdad era, miró a su alrededor y vio a otros seres humanos y al
resto de la naturaleza, y le asombró lo que vio. Se vio a sí
mismo en todas las cosas: en cada ser humano, en cada
animal, en cada árbol, en el agua, en la lluvia, en las nubes, en
la tierra... Y vio que la Vida mezclaba el tonal y el nagual de
distintas maneras para crear millones de manifestaciones de
Vida.
En esos instantes lo comprendió todo. Se sentía entusiasmado
y su corazón rebosaba paz. Estaba impaciente por revelar a su
gente lo que había descubierto. Pero no había palabras para
explicarlo. Intentó describirlo a los demás, pero no lo entendían.
Vieron que había cambiado, que algo muy bello irradiaba de sus
ojos y de su voz. Comprobaron que ya no emitía juicios sobre
nada ni nadie. Ya no se parecía a nadie.
Él los comprendía muy bien a todos, pero a él nadie lo
comprendía. Creyeron que era una encarnación de Dios; al
oírlo, él sonrió y dijo: “Es cierto. Soy Dios. Pero vosotros
también lo sois. Todos somos iguales. Somos imágenes de luz.
Somos Dios”. Pero la gente seguía sin entenderlo.
Había descubierto que era un espejo para los demás, un espejo
en el que podía verse a sí mismo. ”Cada uno es un espejo”, dijo.
Se veía en todos, pero nadie se veía a sí mismo en él. Y
comprendió que todos soñaban pero sin tener conciencia de
ello, sin saber lo que realmente eran. No podían verse a ellos
mismos en él porque había un muro de niebla o humo entre los
espejos. Y ese muro de niebla estaba construido por la
interpretación de las imágenes de luz: el Sueño de los seres
humanos.
Entonces supo que pronto olvidaría todo lo que había
aprendido. Quería acordarse de todas las visiones que había
tenido, así que decidió llamarse a sí mismo Espejo Humeante
para recordar siempre que la materia es un espejo y que el
humo que hay en medio es lo que nos impide saber qué somos.
Y dijo: “Soy Espejo Humeante porque me veo en todos
vosotros, pero no nos reconocemos mutuamente por el humo
que hay entre nosotros. Ese humo es el Sueño, y el espejo eres
tú, el soñador”.
Es fácil vivir con los ojos cerrados,
interpretando mal todo lo que se ve...
JOHN LENNON
1
La domesticación
y el sueño del planeta
Lo que ves y escuchas ahora mismo no es más que un sueño.
En este mismo momento estás soñando. Sueñas con el cerebro
despierto.
Soñar es la función principal de la mente, y la mente sueña
veinticuatro horas al día. Sueña cuando el cerebro está
despierto y también cuando está dormido. La diferencia estriba
en que, cuando el cerebro está despierto, hay un marco material
que nos hace percibir las cosas de una forma lineal. Cuando
dormimos no tenemos ese marco, y el sueño tiende a cambiar
constantemente.
Los seres humanos soñamos todo el tiempo. Antes de que
naciésemos, aquellos que nos precedieron crearon un enorme
sueño externo que llamaremos el sueño de la sociedad o el
suero del planeta. El sueño del planeta es el sueño colectivo
hecho de miles de millones de sueños más pequeños, de
sueños personales que, unidos, crean un sueño de una familia,
un sueño de una comunidad, un sueño de una ciudad, un sueño
de un país, y finalmente, un sueño de toda la humanidad. El
sueño del planeta incluye todas las reglas de la sociedad, sus
creencias, sus leyes, sus religiones, sus diferentes culturas y
mane-ras de ser, sus gobiernos, sus escuelas, sus
acontecimientos sociales y sus celebraciones.
Nacemos con la capacidad de aprender a soñar, y los seres
humanos que nos preceden nos enseñan a soñar de la forma
en que lo hace la sociedad. El sueño externo tiene tantas reglas
que, cuando nace un niño, captamos su atención para introducir
estas reglas en su mente. El sueño externo utiliza a mamá y
papá, la escuela y la religión para enseñarnos a soñar.
La atención es la capacidad que tenemos de discernir y
centrarnos en aquello que queremos percibir. Percibimos
millones de cosas simultáneamente, pero utilizamos nuestra
atención para retener en el primer plano de nuestra mente lo
que nos interesa. Los adultos que nos rodeaban captaron
nuestra atención y, por medio de la repetición, introdujeron
información en nuestra mente. Así es como aprendimos todo lo
que sabemos.
Utilizando nuestra atención aprendimos una realidad completa,
un sueño completo. Aprendimos cómo comportarnos en
sociedad: qué creer y qué no creer; qué es aceptable y qué no
lo es; qué es bueno y qué es malo; qué es bello y qué es feo;
qué es correcto y qué es incorrecto. Ya estaba todo allí. Todo el
conocimiento, todos los conceptos y todas las reglas sobre la
manera de comportarse en el mundo.
Cuando íbamos al colegio, nos sentábamos en una silla
pequeña y prestábamos atención a lo que el maestro nos
enseñaba. Cuando íbamos a la iglesia, prestábamos atención a
lo que el sacerdote o el pastor nos decía. La misma dinámica
funcionaba con mamá y papá, y con nuestros hermanos y
hermanas. Todos intentaban captar nuestra atención. También
aprendimos a captar la atención de otros seres humanos y
desarrollamos una necesidad de atención que siempre acaba
siendo muy competitiva. Los niños compiten por la atención de
sus padres, sus profesores, sus amigos: “Mírame! ¡Mira lo que
hago! ¡Eh, que estoy aquí!”. La necesidad de atención se vuelve
muy fuerte y continúa en la edad adulta.
El sueño externo capta nuestra atención y nos enseña qué
creer, empezando por la lengua que hablamos. El lenguaje es el
código que utilizamos los seres humanos para comprendernos y
comunicarnos. Cada letra, cada palabra de cada lengua, es un
acuerdo. Llamamos a esto una página de un libro; la palabra
página es un acuerdo que comprendemos. Una vez
entendemos el código, nuestra atención queda atrapada y la
energía se transfiere de una persona a otra.
Tú no escogiste tu lengua, ni tu religión ni tus valores morales:
ya estaban ahí antes de que nacieras. Nunca tuvimos la
oportunidad de elegir qué creer y qué no creer. Nunca
escogimos ni el más insignificante de estos acuerdos. Ni
siquiera elegimos nuestro propio nombre.
De niños no tuvimos la oportunidad de escoger nuestras
creencias, pero estuvimos de acuerdo con la información que
otros seres humanos nos transmitieron del sueño del planeta.
La única forma de almacenar información es por acuerdo. El
sueño externo capta nuestra atención, pero si no estamos de
acuerdo, no almacenaremos esa información. Tan pronto como
estamos de acuerdo con algo, nos lo creemos, y a eso lo
llamamos “fe”. Tener fe es creer incondicionalmente.
Así es como aprendimos cuando éramos niños. Los niños creen
todo lo que dicen los adultos. Estábamos de acuerdo con ellos,
y nuestra fe era tan fuerte, que el sistema de creencias que se
nos había transmitido controlaba totalmente el sueño de nuestra
vida. No escogimos estas creencias, y aunque quizá nos
rebelamos contra ellas, no éramos lo bastante fuertes para que
nuestra rebelión triunfase. El resultado es que nos rendimos a
las creencias mediante nuestro acuerdo.
Llamo a este proceso “la domesticación de los seres humanos”.
A través de esta domesticación aprendemos a vivir y a soñar.
En la domesticación humana, la información del sueño externo
se transfiere al sueño interno y crea todo nuestro sistema de
creencias. En primer lugar, al niño se le enseña el nombre de
las cosas: mamá, papá, leche, botella... Día a día, en casa, en
la escuela, en la iglesia y desde la televisión, nos dicen cómo
hemos de vivir, qué tipo de comportamiento es aceptable. El
sueño externo nos enseña cómo ser seres humanos. Tenemos
todo un concepto de lo que es una “mujer” y de lo que es un
“hombre”. Y también aprendemos a juzgar: Nos juzgamos a
nosotros mismos, juzgamos a otras personas, juzgamos a
nuestros vecinos...
Domesticamos a los niños de la misma manera en que
domesticamos a un perro, un gato o cualquier otro animal. Para
enseñar a un perro, lo castigamos y lo recompensamos.
Adiestramos a nuestros niños, a quienes tanto queremos, de la
misma forma en que adiestramos a cualquier animal doméstico:
con un sistema de premios y castigos. Nos decían: “Eres un
niño bueno”, o: “Eres una niña buena”, cuando hacíamos lo que
mamá y papá querían que hiciéramos. Cuando no lo hacíamos,
éramos “una niña mala” o “un niño malo”.
Cuando no acatábamos las reglas, nos castigaban; cuando las
cumplíamos, nos premiaban. Nos castigaban y nos premiaban
muchas veces al día. Pronto empezamos a tener miedo de ser
castigados y también de no recibir la recompense, es decir, la
atención de nuestros padres o de otras personas como
hermanos, profesores y amigos. Con el tiempo desarrollamos la
necesidad de captar la atención de los demás para conseguir
nuestra recompensa.
Cuando recibíamos el premio nos sentíamos bien, y por ello,
continuamos haciendo lo que los demás querían que
hiciéramos. Debido a ese miedo a ser castigados y a no recibir
la recompensa, empezamos a fingir que éramos lo que no
éramos, con el único fin de complacer a los demás, de ser lo
bastante buenos para otras personas. Empezamos a actuar
para intentar complacer a mamá y a papá, a los profesores y a
la iglesia. Fingimos ser lo que no éramos porque nos daba
miedo que nos rechazaran. El miedo a ser rechazados se
convirtió en el miedo a no ser lo bastante buenos. Al final,
acabamos siendo alguien que no éramos. Nos convertimos en
una copia de las creencias de mamá, las creencias de papá, las
creencias de la sociedad y las creencias de la religión.
En el proceso de domesticación, perdimos todas nuestras
tendencias naturales. Y cuando fuimos lo bastante mayores
para que nuestra mente lo comprendiera, aprendimos a decir
que no. El adulto decía: “No hagas esto y no hagas lo otro si”.
Nosotros nos rebelábamos y respondíamos: “iNo!”. Nos
rebelábamos para defender nuestra libertad. Queríamos ser
nosotros mismos, pero éramos muy pequeños y los adultos
eran grandes y fuertes. Después de cierto tiempo, empezamos
a sentir miedo porque sabíamos que cada vez que hiciéramos
algo incorrecto recibiríamos un castigo.
La domesticación es tan poderosa que, en un determinado
momento de nuestra vida, ya no necesitamos que nadie nos
domestique. No necesitamos que mamá o papá, la escuela o la
iglesia nos domestiquen. Estamos tan bien entrenados que
somos nuestro propio domador. Somos un animal
autodomesticado. Ahora nos domesticamos a nosotros mismos
según el sistema de creencias que nos transmitieron y utilizando
el mismo sistema de castigo y recompensa. Nos castigamos a
nosotros mismos cuando no seguimos las reglas de nuestro
sistema de creencias; nos premiamos cuando somos “un niño
bueno”, o “una niña buena”.
Nuestro sistema de creencias es como el Libro de la Ley que
gobierna nuestra mente. No es cuestionable; cualquier cosa que
esté en ese Libro de la Ley es nuestra verdad. Basamos todos
nuestros juicios en él, aun cuando vayan en contra de nuestra
propia naturaleza interior. Durante el proceso de domesticación,
se programaron en nuestra mente incluso leyes morales como
los Diez Mandamientos. Uno a uno, todos esos acuerdos
forman el Libro de la Ley y dirigen nuestro sueño.
Hay algo en nuestra mente que lo juzga todo y a todos, incluso
el clima, el perro, el gato... Todo. El Juez interior utiliza lo que
está en nuestro Libro de la Ley para juzgar todo lo que hacemos
y dejamos de hacer, todo lo que pensamos y no pensamos,
todo lo que sentimos y no sentimos. Cada vez que hacemos
algo que va contra el Libro de la Ley, el Juez dice que somos
culpables, que necesitamos un castigo, que debemos sentirnos
avergonzados. Esto ocurre muchas veces al día, día tras día,
durante todos los años de nuestra vida.
Hay otra parte en nosotros que recibe los juicios, y a esa parte
la llamamos “la Víctima”. La Víctima carga con la culpa, el
reproche y la vergüenza. Es esa parte nuestra que dice: “Pobre
de mí! No soy suficientemente bueno, ni inteligente ni atractivo,
y no merezco ser amado. ¡Pobre de mí”. El gran Juez lo
reconoce y dice: “Sí, no vales lo suficiente”. Y todo esto se
fundamenta en un sistema de creencias en el que jamás
escogimos creer. Y el sistema es tan fuerte que, incluso años
después de haber entrado en contacto con nuevos conceptos y
de intentar tomar nuestras propias decisiones, nos damos
cuenta de que esas creencias todavía controlan nuestra vida.
Cualquier cosa que vaya contra el Libro de la Ley hará que
sintamos una extraña sensación en el plexo solar, una
sensación que se llama miedo. Incumplir las reglas del Libro de
la Ley abre nuestras heridas emocionales, y reaccionamos
creando veneno emocional. Dado que todo lo que está en el
Libro de la Ley tiene que ser verdad, cualquier cosa que ponga
en tela de juicio lo que creemos nos hace sentir inseguros.
Aunque el Libro de la Ley esté equivocado, hace que nos
sintamos seguros.
Por este motivo, necesitamos una gran valentía para desafiar
nuestras propias creencias; porque, aunque sepamos que no
las escogimos, también es cierto que las aceptamos. El acuerdo
es tan fuerte, que incluso cuando sabemos que el concepto es
erróneo, sentimos la culpa, el reproche y la vergüenza que
aparecen cuando actuamos en contra de esas reglas.
De la misma forma que el gobierno tiene un Código de Leyes
que dirige el sueño de la sociedad, nuestro sistema de
creencias es el Libro de la Ley que gobierna nuestro sueño
personal. Todas estas leyes existen en nuestra mente, creemos
en ellas, y nuestro Juez interior lo basa todo en ellas. El Juez
decreta y la Víctima sufre la culpa y el castigo. Pero ¿quién dice
que este sueño sea justo? La verdadera justicia consiste en
pagar sólo una vez por cada error. Lo que es verdaderamente
injusto es pagar varias veces por el mismo error.
¿Cuántas veces pagamos por un mismo error? La respuesta es:
miles de veces. El ser humano es el único animal sobre la tierra
que paga miles de veces por el mismo error. Los demás
animales pagan sólo una vez por cada error. Pero nosotros no.
Tenemos una gran memoria. Cometemos una equivocación,
nos juzgamos a nosotros mismos, nos declaramos culpables y
nos castigamos. Si fuese una cuestión de justicia, con eso
bastaría; no necesitamos repetirlo. Pero cada vez que lo
recordamos, nos juzgamos de nuevo, volvemos a considerarnos
cul-pables y nos volvemos a castigar, una y otra vez, y otra, y
otra más. Si estamos casados, también nuestra mujer o nuestro
marido nos recuerda el error, y así volvemos a juzgarnos de
nuevo, nos castigamos otra vez y nos volvemos a sentir
culpables. ¿Acaso es esto justo?
¿Cuántas veces hacemos que nuestra pareja, nuestros hijos o
nuestros padres paguen por el mismo error? Cada vez que
recordamos el error, los culpamos de nuevo y les enviamos todo
el veneno emocional que sentimos frente a la injusticia,
hacemos que vuelvan a pagar por ello. ¿Eso es justicia? El Juez
de la mente está equivocado porque el sistema de creencias, el
Libro de la Ley, es erróneo. Todo el sueño se fundamenta en
una ley falsa. El 95 por ciento de las creencias que hemos
almacenado en nuestra mente no son más que mentiras, y si
sufrimos es porque creemos en todas ellas.
En el sueño del planeta, a los seres humanos les resulta normal
sufrir, vivir con miedo y crear dramas emocionales. El sueño
externo no es un sueño placentero; es un sueño lleno de
violencia, de miedo, de guerra, de injusticia. El sueño personal
de los seres humanos varía, pero en conjunto es una pesadilla.
Si observamos la sociedad humana, comprobamos que es un
lugar en el que resulta muy difícil vivir, porque está gobernado
por el miedo. En el mundo entero, vemos sufrimiento, cólera,
venganza, adicciones, violencia en las calles y una tremenda
injusticia. Esto existe en diferentes niveles en los distintos
países del mundo, pero el miedo controla el sueño externo.
Si comparamos el sueño de la sociedad humana con la
descripción del infierno que las distintas religiones de todo el
mundo han divulgado, descubrimos que son exactamente
iguales. Las religiones dicen que el infierno es un lugar de
castigo, de miedo, de dolor y de sufrimiento, un lugar donde el
fuego te quema. Cada vez que sentimos emociones como la
cólera, los celos, la envidia o el odio, experimentamos un fuego
que arde en nuestro interior. Vivimos en el sueño del infierno.
Si consideramos que el infierno es un estado de ánimo,
entonces nos rodea por todas partes. Tal vez otras personas
nos adviertan que si no hacemos lo que ellas dicen que
deberíamos hacer, iremos al infierno. Pero ya estamos en el
infierno, incluso la gente que nos dice eso. Ningún ser humano
puede condenar a otro al infierno, porque ya estamos en él. Es
cierto que los demás pueden llevarnos a un infierno todavía más
profundo, pero únicamente si nosotros se lo permitimos.
Cada ser humano, hombre o mujer, tiene su sueño personal,
que, al igual que ocurre con el sueño de la sociedad, a menudo
está dirigido por el miedo. Aprendemos a soñar el infierno en
nuestra propia vida, en nuestro sueño personal. El mismo miedo
se manifiesta de distintas maneras en cada persona, por
supuesto, pero todos sentimos cólera, celos, odio, envidia y
otras emociones negativas. Nuestro sueño personal también
puede convertirse en una pesadilla permanente en la que
sufrimos y vivimos en un estado de miedo constante. Sin
embargo, no es necesario que nuestro sueño sea una pesadilla.
Podemos disfrutar de un sueño agradable.
Toda la humanidad busca la verdad, la justicia y la belleza.
Estamos inmersos en una búsqueda eterna de la verdad porque
sólo creemos en las mentiras que hemos almacenado en
nuestra mente. Buscamos la justicia porque en el sistema de
creencias que tenemos no existe. Buscamos la belleza porque,
por muy bella que sea una persona, no creemos que lo sea.
Seguimos buscando y buscando cuando todo está ya en
nosotros. No hay ninguna verdad que encontrar. Dondequiera
que miremos, todo lo que vemos es la verdad, pero debido a los
acuerdos y las creencias que hemos almacenado en nuestra
mente, no tenemos ojos para verla.
No vemos la verdad porque estamos ciegos. Lo que nos ciega
son todas esas falsas creencias que tenemos en la mente.
Necesitamos sentir que tenemos razón y que los demás están
equivocados. Confiamos en lo que creemos, y nuestras
creencias nos invitan a sufrir. Es como si viviésemos en medio
de una bruma que nos impide ver más allá de nuestras propias
narices. Vivimos en una bruma que ni tan siquiera es real. Es un
sueño, nuestro sueño personal de la vida: lo que creemos,
todos los conceptos que tenemos sobre lo que somos, todos los
acuerdos a los que hemos llegado con los demás, con nosotros
mismos e incluso con Dios.
Toda nuestra mente es una bruma que los toltecas llamaron
mitote. Nuestra mente es un sueño en el que miles de personas
hablan a la vez y nadie comprende a nadie. Esta es la condición
de la mente humana: un gran mitote, y así es imposible ver lo
que realmente somos. En la India lo llaman maya, que significa
“ilusión”. Es nuestro concepto de “Yo soy”. Todo lo que creemos
sobre nosotros mismos y el mundo, todos los conceptos y
programas que tenemos en la mente, todo eso es el mitote. Nos
resulta imposible ver quiénes somos verdaderamente; nos
resulta imposible ver que no somos libres.
Esta es la razón por la cual los seres humanos nos resistimos a
la vida. Estar vivos es nuestro mayor miedo. No es la muerte;
nuestro mayor miedo es arriesgarnos a vivir: correr el riesgo de
estar vivos y de expresar lo que realmente somos. Hemos
aprendido a vivir intentando satisfacer las exigencias de otras
personas. Hemos aprendido a vivir según los puntos de vista de
los demás por miedo a no ser aceptados y de no ser lo
suficientemente buenos para otras personas.
Durante el proceso de domesticación, nos formamos una
imagen mental de la perfección con el fin de tratar de ser lo
suficientemente buenos. Creamos una imagen de cómo
deberíamos ser para que los demás nos aceptaran. Intentamos
complacer especialmente a las personas que nos aman, como
papá y mamá, nuestros hermanos y hermanas mayores, los
sacerdotes y los profesores. Al tratar de ser lo suficientemente
buenos para ellos, creamos una imagen de perfección, pero no
encajamos en ella. Creamos esa imagen, pero no es una
imagen real. Bajo ese punto de vista, nunca seremos perfectos.
¡Nunca!
Como no somos perfectos, nos rechazamos a nosotros mismos.
El grado de rechazo depende de lo efectivos que hayan sido los
adultos para romper nuestra integridad. Tras la domesticación,
ya no se trata de que seamos lo suficientemente buenos para
los demás. No somos lo bastante buenos para nosotros mismos
porque no encajamos en nuestra propia imagen de perfección.
Nos resulta imposible perdonarnos por no ser lo que
desearíamos ser, o mejor dicho, por no ser quien creemos que
deberíamos ser. No podemos perdonarnos por no ser perfectos.
Sabemos que no somos lo que creemos que deberíamos ser,
de modo que nos sentimos falsos, frustrados y deshonestos.
Intentamos ocultarnos y fingimos ser lo que no somos. El
resultado es un sentimiento de falta de autenticidad y una
necesidad de utilizar máscaras sociales para evitar que los
demás se den cuenta. Nos da mucho miedo que alguien
descubra que no somos lo que pretendemos ser. También
juzgamos a los demás según nuestra propia imagen de la
perfección, y naturalmente no alcanzan nuestras expectativas.
Nos deshonramos a nosotros mismos sólo para complacer a
otras personas. Incluso llegamos a dañar nuestro cuerpo para
que los demás nos acepten. Vemos a adolescentes que se
drogan con el único fin de no ser rechazados por otros
adolescentes. No son conscientes de que el problema estriba
en que no se aceptan a sí mismos. Se rechazan porque no son
lo que pretenden ser. Desean ser de una manera determinada,
pero no lo son, y esto hace que se sientan culpables y
avergonzados. Los seres humanos nos castigamos a nosotros
mismos sin cesar por no ser como creemos que deberíamos
ser. Nos maltratamos a nosotros mismos y utilizamos a otras
personas para que nos maltraten.
Pero nadie nos maltrata más que nosotros mismos; el Juez, la
Víctima y el sistema de creencias son los que nos llevan a
hacerlo. Es cierto que algunas personas dicen que su marido o
su mujer, su madre o su padre las maltrató, pero sabemos que
nosotros nos maltratamos todavía más. Nuestra manera de
juzgarnos es la peor que existe. Si cometemos un error delante
de los demás, intentamos negarlo y taparlo; pero tan pronto
como estamos solos, el Juez se vuelve tan tenaz y el reproche
es tan fuerte, que nos sentimos realmente estúpidos, inútiles o
indignos.
Nadie, en toda tu vida, te ha maltratado más que tu mismo. El
límite del maltrato que tolerarás de otra persona es exactamente
el mismo al que te sometes tú. Si alguien llega a maltratarte un
poco más, lo más probable es que te alejes de esa persona. Sin
embargo, si alguien te maltrata un poco menos de lo que sueles
maltratarte tú, seguramente continuarás con esa relación y la
tolerarás siempre.
Si te castigas de forma exagerada, es posible que incluso
llegues a tolerar a alguien que te agrede físicamente, te humilla
y te trata como si fueras basura. ¿Por qué? Porque, de acuerdo
con tu sistema de creencias, dices: “Me lo merezco. Esta
persona me hace un favor al estar conmigo. No soy digno de
amor ni de respeto. No soy suficientemente bueno”.
Necesitamos que los demás nos acepten y nos amen, pero nos
resulta imposible aceptarnos y amarnos a nosotros mismos.
Cuanta más autoestima tenemos, menos nos maltratamos. El
abuso de uno mismo nace del autorrechazo, y éste de la
imagen que tenemos de lo que significa ser perfecto y de la
imposibilidad de alcanzar ese ideal. Nuestra imagen de
perfección es la razón por la cual nos rechazamos; es el motivo
por el cual no nos aceptamos a nosotros mismos tal como
somos y no aceptamos a los demás tal como son.
El preludio de un nuevo sueño
Has establecido millares de acuerdos contigo mismo, con otras
personas, con el sueño que es tu vida, con Dios, con la
sociedad, con tus padres, con tu pareja, con tus hijos; pero los
acuerdos más importantes son los que has hecho contigo
mismo. En esos acuerdos te has dicho quién eres, qué sientes,
qué crees y cómo debes comportarte. El resultado es lo que
llamas tu personalidad. En esos acuerdos dices: “Esto es lo que
soy. Esto es lo que creo. Soy capaz de hacer ciertas cosas y
hay otras que no puedo hacer. Esto es real y lo otro es fantasía;
esto es posible y aquello es imposible”.
Un solo acuerdo no sería un gran problema, pero tenemos
muchos acuerdos que nos hacen sufrir, que nos hacen fracasar
en la vida. Si quieres vivir con alegría y satisfacción, debes
hallar la valentía necesaria para romper esos acuerdos que se
basan en el miedo y reclamar tu poder personal. Los acuerdos
que surgen del miedo requieren un gran gasto de energía, pero
los que surgen del amor nos ayudan a conservar nuestra
energía e incluso a aumentarla.
Todos nacemos con una determinada cantidad de poder
personal que se renueva cada día con el descanso.
Desgraciadamente, gastamos todo nuestro poder personal
primero en crear esos acuerdos, y después en mantenerlos. Los
acuerdos a los que hemos llegado consumen nuestro poder
personal, y el resultado es que nos sentimos impotentes. Sólo
nos queda el poder justo para sobrevivir cada día, porque
utilizamos la mayor parte de él en mantener los acuerdos que
nos atrapan en el sueño del planeta. ¿Cómo podemos cambiar
todo el sueño de nuestra vida cuando ni siquiera tenemos poder
para cambiar hasta el acuerdo más insignificante?
Si somos capaces de reconocer que nuestra vida está
gobernada por nuestros acuerdos y el sueño de nuestra vida no
nos gusta, necesitamos cambiar los acuerdos. Cuando
finalmente estemos dispuestos a cambiarlos, habrá cuatro
acuerdos muy poderosos que nos ayudarán a romper aquellos
otros que surgen del miedo y agotan nuestra energía.
Cada vez que rompes un acuerdo, todo el poder que utilizaste
para crearlo vuelve a ti. Si los adoptas, estos cuatro acuerdos
crearán el poder personal necesario para que cambies todo tu
antiguo sistema de acuerdos.
Necesitas una gran voluntad para adoptar los Cuatro Acuerdos,
pero si eres capaz de empezar a vivir con ellos, tu vida se
transformará de una manera asombrosa. Verás cómo el drama
del infierno desaparece delante de tus mismos ojos. En lugar de
vivir en el sueño del infierno, crearás un nuevo sueño: tu sueño
personal del cielo.
2
EL PRIMER ACUERDO
Sé impecable con tus palabras
El Primer Acuerdo es el más importante y también el más difícil
de cumplir. Es tan importante que sólo con él ya serás capaz de
alcanzar el nivel de existencia que yo denomino “el cielo en la
tierra”.
El Primer Acuerdo consiste en ser impecable con tus palabras.
Parece muy simple, pero es sumamente poderoso.
¿Por qué tus palabras? Porque constituyen el poder que tienes
para crear. Son un don que proviene directamente de Dios. En
la Biblia, el Evangelio de San Juan empieza diciendo: “En el
principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo
era Dios”. Mediante las palabras expresas tu poder creativo, lo
revelas todo. Independientemente de la lengua que hables, tu
intención se pone de manifiesto a través de las palabras. Lo que
sueñas, lo que sientes y lo que realmente eres, lo muestras por
medio de las palabras.
No son sólo sonidos o símbolos escritos. Son una fuerza;
constituyen el poder que tienes para expresar y comunicar, para
pensar y, en consecuencia, para crear los acontecimientos de tu
vida. Puedes hablar. ¿Qué otro animal del planeta puede
hacerlo? Las palabras son la herramienta más poderosa que
tienes como ser humano, el instrumento de la magia. Pero son
como una espada de doble filo: pueden crear el sueño más
bello o destruir todo lo que te rodea. Uno de los filos es el uso
erróneo de las palabras, que crea un infierno en vida. El otro es
la impecabilidad de las palabras, que sólo engendrará belleza,
amor y el cielo en la tierra. Según cómo las utilices, las palabras
te liberarán o te esclavizarán aún más de lo que imaginas. Toda
la magia que posees se basa en tus palabras. Son pura magia,
y si las utilizas mal, se convierten en magia negra.
Esta magia es tan poderosa, que una sola palabra puede
cambiar una vida o destruir a millones de personas. Hace años,
en Alemania, mediante el uso de las palabras, un hombre
manipuló a un país entero de gente muy inteligente. Los llevó a
una guerra mundial sólo con el poder de sus palabras.
Convenció a otros para que cometieran los más atroces actos
de violencia. Activó el miedo de la gente, y de pronto, como una
gran explosión, empezaron las matanzas y el mundo estalló en
guerra. En todo el planeta los seres humanos han destruido a
otros seres humanos porque tenían miedo. Las palabras de
Hitler, que se basaban en creencias y acuerdos generados por
el miedo, serán recordadas durante siglos.
La mente humana es como un campo fértil en el que continuamente
se están plantando semillas. Las semillas son opiniones,
ideas y conceptos. Tú plantas una semilla, un pensamiento, y
éste crece. Las palabras son como semillas, ¡y la mente
humana es muy fértil! El único problema es que, con demasiada
frecuencia, es fértil para las semillas del miedo. Todas las
mentes humanas son fértiles, pero sólo para la clase de semilla
para la que están preparadas. Lo importante es descubrir para
qué clase de semillas es fértil nuestra mente, y prepararla para
recibir las semillas del amor.
Fíjate en el ejemplo de Hitler: Sembró todas aquellas semillas
de miedo, que crecieron muy fuertes y consiguieron una
extraordinaria destrucción masiva. Teniendo en cuenta el
pavoroso poder de las palabras, debemos comprender cuál es
el poder que emana de nuestra boca. Si plantamos un miedo o
una duda en nuestra mente, creará una serie interminable de
acontecimientos. Una palabra es como un hechizo, y los
humanos utilizamos las palabras como magos de magia negra,
hechizándonos los unos a los otros imprudentemente.
Todo ser humano es un mago, y por medio de las palabras,
puede hechizar a alguien o liberarlo de un hechizo. Continuamente
estamos lanzando hechizos con nuestras opiniones. Por
ejemplo, me encuentro con un amigo y le doy una opinión que
se me acaba de ocurrir. Le digo: “¡Mmmm! Veo en tu cara el
color de los que acaban teniendo cáncer”. Si escucha esas
palabras y está de acuerdo, desarrollará un cáncer en menos de
un año. Ese es el poder de las palabras.
Durante nuestra domesticación, nuestros padres y hermanos
expresaban sus opiniones sobre nosotros sin pensar. Nosotros
nos creíamos lo que nos decían y vivíamos con el miedo que
nos provocaban sus opiniones, como la de que no servíamos
para nadar, para los deportes o para escribir. Alguien da una
opinión y dice: “¡Mira qué niña tan fea!”. La niña lo oye, se cree
que es fea y crece con esa idea en la cabeza. No importa lo
guapa que sea; mientras mantenga ese acuerdo, creerá que es
fea. Estará bajo ese hechizo.
Las palabras captan nuestra atención, entran en nuestra mente
y cambian por entero, para bien o para mal, nuestras creencias.
Otro ejemplo: Quizás pienses que eres estúpido, y tal vez lo
hayas creído desde siempre. Este acuerdo es muy difícil de
romper, y es posible que te lleve a realizar muchas cosas con el
único fin de convencerte de que realmente eres estúpido.
Puede que hagas algo y te digas a ti mismo: “Me gustaría ser
inteligente, pero debo de ser estúpido, porque si no lo fuera, no
habría hecho esto”. La mente se mueve en cientos de
direcciones diferentes y podríamos pasarnos días enteros
atrapados únicamente por la creencia en nuestra propia
estupidez.
Pero un día alguien capta tu atención y con palabras te hace
saber que no eres estúpido. Crees lo que esa persona dice y
llegas a un nuevo acuerdo. Y el resultado es que dejas de
sentirte o de actuar como un estúpido. Se ha roto todo el
hechizo sólo con la fuerza de las palabras. Y a la inversa, si
crees que eres estúpido y alguien capta tu atención y te dice:
“Sí, realmente eres la persona más estúpida que jamás he
conocido”, el acuerdo se verá reforzado y se volverá todavía
mas firme.
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Veamos ahora lo que significa la palabra “impecabilidad”.
Significa “sin pecado”. “Impecable” proviene del latín pecatus,
que quiere decir “pecado”. El im significa “sin”, de modo que
“impecable” quiere decir “sin pecado”. Las religiones hablan del
pecado y de los pecadores, pero entendamos qué significa
realmente pecar. Un pecado es cualquier cosa que haces y que
va contra ti. Todo lo que sientas, creas o digas que vaya contra
ti es un pecado. Vas contra ti cuando te juzgas y te culpas por
cualquier cosa. No pecar es hacer exactamente lo contrario. Ser
impecable es no ir contra ti mismo. Cuando eres impecable,
asumes la responsabilidad de tus actos, pero sin Juzgarte ni
culparte.
Desde este punto de vista, todo el concepto de pecado deja de
ser algo moral o religioso para convertirse en una cuestión de
puro sentido común. El pecado empieza con el rechazo de uno
mismo. El mayor pecado que cometes es rechazarte a ti mismo.
En términos religiosos, el autorrechazo es un “pecado mortal”,
es decir que te conduce a la muerte. En cambio, la
impecabilidad te conduce a la vida.
Ser impecable con tus palabras es no utilizarlas contra ti mismo.
Si te veo en la calle y te llamo estúpido, puede parecer que
utilizo esa palabra contra ti, pero en realidad la utilizo contra mí
mismo, porque tú me odiarás por ello y tu odio no será bueno
para mí. Por lo tanto, si me enfurezco y con mis palabras te
envío todo mi veneno emocional, las estoy utilizando en mi
contra.
Si me amo a mí mismo, expresaré ese amor en mis relaciones
contigo y seré impecable con mis palabras, porque la acción
provoca una reacción semejante. Si te amo, tú me amarás. Si te
insulto, me insultarás. Si siento gratitud por ti, tu la sentirás por
mí. Si soy egoísta contigo, tú lo serás conmigo. Si utilizo mis
palabras para hechizarte, tú emplearás las tuyas para
hechizarme a mí.
Ser impecable con tus palabras significa utilizar tu energía
correctamente, en la dirección de la verdad y del amor por ti
mismo. Si llegas a un acuerdo contigo para ser impecable con
tus palabras, eso bastará para que la verdad se manifieste a
través de ti y limpie todo el veneno emocional que hay en tu
interior. Pero llegar a este acuerdo es difícil, porque hemos
aprendido a hacer precisamente todo lo contrario. Hemos
aprendido a hacer de la mentira un hábito al comunicarnos con
los demás, y aún más importante, al hablar con nosotros
mismos. No somos impecables con nuestras palabras.
En el infierno, el poder de las palabras se emplea de un modo
totalmente erróneo. Las usamos para maldecir, para culpar,
para reprochar, para destruir. También las utilizamos
correctamente, por supuesto, pero no lo hacemos muy a
menudo. Por lo general, empleamos las palabras para propagar
nuestro veneno personal: para expresar rabia, celos, envidia y
odio. Las palabras son pura magia -el don más poderoso que
tenemos como seres humanos- y las utilizamos contra nosotros
mismos. Planeamos vengarnos y creamos caos con las
palabras. Las usamos para fomentar el odio entre las distintas
razas, entre diferentes personas, entre las familias, entre las
naciones... Hacemos un mal uso de las palabras con gran
frecuencia, y así es como creamos y perpetuamos el sueño del
infierno. Con el uso erróneo de las palabras, nos perjudicamos
los unos a los otros y nos mantenemos mutuamente en un
estado de miedo y duda. Dado que las palabras son la magia
que poseemos los seres humanos y su uso equivocado es
magia negra, utilizamos la magia negra constantemente sin
tener la menor idea de ello.
Por ejemplo, había una vez una mujer inteligente y de gran
corazón. Esta mujer tenla una hija a la que adoraba. Una noche
llegó a casa después de un duro día de trabajo, muy cansada,
tensa y con un terrible dolor de cabeza. Quería paz y
tranquilidad, pero su hija saltaba y cantaba alegremente. No era
consciente de cómo se sentía su madre; estaba en su propio
mundo, en su propio sueño. Se sentía de maravilla y saltaba y
cantaba cada vez más fuerte, expresando su alegría y su amor.
Cantaba tan fuerte que el dolor de cabeza de su madre aún
empeoró más, hasta que, en un momento determinado, la
madre perdió el control. Miró muy enfadada a su preciosa hija y
le dijo: “¡Cállate! Tienes una voz horrible. ¿Es que no puedes
estar callada”?.
Lo cierto es que, en ese momento, la tolerancia de la madre
frente a cualquier ruido era inexistente; no era que la voz de su
hija fuera horrible. Pero la hija creyó lo que le dijo su madre y
llegó a un acuerdo con ella misma. Después de esto ya no
cantó más, porque creía que su voz era horrible y que
molestaría a cualquier persona que la oyera. En la escuela se
volvió tímida, y si le pedían que cantase, se negaba a hacerlo.
Incluso hablar con los demás se convirtió en algo difícil. Eñe
nuevo acuerdo hizo que todo cambiase para esa niña: creyó
que debía reprimir sus emociones para que la aceptasen y la
amasen.
Siempre que escuchamos una opinión y la creemos, llegamos a
un acuerdo que pasa a formar parte de nuestro sistema de
creencias. La niña creció, y aunque tenía una bonita voz, nunca
volvió a cantar. Desarrolló un gran complejo a causa de un
hechizo, un hechizo lanzado por la persona que más la quería:
su propia madre, que no se dio cuenta de lo que había hecho
con sus palabras. No se dio cuenta de que había utilizado
magia negra y había hechizado a su hija. Desconocía el poder
de sus palabras, y por consiguiente no se la puede culpar. Hizo
lo que su propia madre, su padre y otras personas habían
hecho con ella de muchas maneras diferentes: utilizar mal sus
palabras.
¿Cuántas veces hacemos lo mismo con nuestros propios hijos?
Les lanzamos opiniones de este tipo y ellos cargan con esa
magia negra durante años y años. Las personas que nos
quieren emplean magia negra con nosotros, pero no saben lo
que hacen. Por ello debemos perdonarlos, porque no saben lo
que hacen.
Otro ejemplo: Te despiertas por la mañana sintiéndote muy
contenta. Te sientes tan bien, que te pasas dos horas delante
del espejo arreglándote. Entonces, una de tus mejores amigas
te dice: “¿Qué te ha pasado? Estás horrorosa. Mira tu vestido;
haces el ridículo”. Ya está; con eso es suficiente para enviarte a
lo más profundo del infierno. Quizás esa amiga te hizo este
comentario sólo para herirte, y lo consiguió. Te dio una opinión
que llevaba tras ella todo el poder de sus palabras. Si aceptas
esa opinión, se convierte en un acuerdo, y entonces tú misma
pones todo tu poder en esa opinión, que se convierte en magia
negra.
Los hechizos de este tipo son difíciles de romper. La única
manera de deshacer un hechizo es llegar a un nuevo acuerdo
que se base en la verdad. La verdad es el aspecto más
importante del hecho de ser impecable con tus palabras. La
espada tiene dos filos: en uno están las mentiras que crean la
magia negra, y en el otro, está la verdad que tiene el poder de
deshacer los hechizos. Sólo la verdad nos hará libres.
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Considera las relaciones humanas diarias, e imagínate cuántas
veces nos lanzamos hechizos los unos a los otros con nuestras
palabras. Con el tiempo, esto se ha convertido en la peor forma
de magia negra: son los chismes.
Los chismes son magia negra de la peor clase, porque son puro
veneno. Aprendimos a contar chismes por acuerdo. De niños,
escuchábamos a los adultos que nos rodeaban chismorrear sin
parar y expresar abiertamente su opinión sobre otras personas.
Incluso opinaban sobre gente a la que no conocían. Mediante
esas opiniones, transferían su veneno emocional, y nosotros
aprendimos que esta era la manera normal de comunicarse.
Contar chismes se ha convertido en la principal forma de
comunicación en la sociedad humana. Es la manera que
utilizamos para sentirnos cerca de otras personas, porque ver
que alguien se siente tan mal como nosotros, nos hace sentir
mejor.
Hay una vieja expresión que dice: “A la miseria le gusta estar
acompañada”, y la gente que sufre en el infierno no quiere estar
sola. El miedo y el sufrimiento son un aspecto importante del
sueño del planeta; son la razón de que ese sueño nos continúe
reprimiendo.
Si hacemos una analogía y comparamos la mente humana con
un ordenador, el chismorreo es comparable a un virus
informático, que no es más que un programa escrito en el
mismo lenguaje que los demás, pero con una intención dañina.
Se introduce en el ordenador cuando menos te lo esperas, y en
la mayoría de los casos, sin que ni siquiera te des cuenta. Una
vez se ha introducido en él, tu ordenador no va demasiado bien
o no funciona en absoluto, porque todo se lía y hay tal cantidad
de mensajes contradictorios que resulta imposible obtener
resultados satisfactorios.
El chismorreo entre los seres humanos funciona de la misma
manera. Por ejemplo, empiezas un curso con un nuevo
profesor; es algo que esperabas desde hace mucho tiempo. El
primer día te encuentras con alguien que anteriormente asistió a
ese curso y te dice: “¡Ese profesor es un pedante y un pelmazo!
No tiene ni idea, y además, es un pervertido, de modo que ve
con cuidado”.
Las palabras de esa persona y las emociones que te transmitió
cuando te hizo este comentario se te quedan inmediatamente
grabadas; sin embargo, no eres consciente de qué motivos
tenía para hacértelo. Quizás estaba enfadada por haber
suspendido, o simplemente hacía suposiciones fundamentadas
en el miedo y los prejuicios. Pero dado que has aprendido a
ingerir información como un niño, parte de ti cree el chisme. Y
en la clase, mientras el profesor habla, sientes que el veneno
aparece en tu interior y te resulta imposible comprender que lo
ves a través de los ojos de la persona que te fue con el chisme.
Entonces, empiezas a hablar de ello con los otros integrantes
del curso, hasta que acaban por ver al profesor del mismo
modo: como un pelmazo y un pervertido. Realmente no
soportas estar ahí, y pronto decides dejar de ir. Culpas al
profesor, pero el culpable es el chisme.
Un pequeño virus informático es capaz de generar un lío de
este tipo. Una mínima información errónea puede estropear la
comunicación entre las personas e infectar a todos aquellos que
toca, que a su vez contagian a más gente. Imagínate que
cuando otras personas te cuentan chismes, introducen virus
informáticos en tu mente que hacen que pienses cada vez con
menor claridad. Después imagina que, en un esfuerzo por
aclarar tu propia confusión y para aliviarte del veneno, tú
también chismorreas y contagias estos virus a otras personas.
Ahora, imagínate que esta pauta prosigue en una cadena
interminable entre todos los seres humanos de la Tierra. El
resultado es un mundo lleno de personas que sólo pueden
obtener información a través de circuitos que están obstruidos
por un virus venenoso y contagioso. Una vez más, este virus es
lo que los toltecas denominaron mitote el caos de miles de
voces distintas que intentan hablar al mismo tiempo en la
mente.
Aún peores son los magos negros o “piratas informáticos”, que
extienden el virus intencionadamente. Recuerda alguna ocasión
en la que tú mismo (o alguien que conozcas) estabas furioso
con otra persona y deseabas vengarte de ella. Para hacerlo, le
dijiste algo con la intención de esparcir el veneno y conseguir
que se sintiera mal consigo misma. De niños actuamos de este
modo casi sin darnos cuenta, pero a medida que vamos
creciendo, nuestros esfuerzos por desprestigiar a la gente son
mucho más calculados. Entonces, nos mentimos a nosotros
mismos y nos decimos que la persona en cuestión recibió un
justo castigo por su maldad.
Cuando contemplamos el mundo a través de un virus
informático, resulta fácil justificar incluso el comportamiento más
cruel. No somos conscientes de que el mal uso de nuestras
palabras nos hace caer más profundamente en el infierno.
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Durante años, las palabras de los demás nos han transmitido
chismes y nos han lanzado hechizos, pero lo mismo ha hecho la
manera en que utilizamos las palabras con nosotros mismos.
Nos hablamos constantemente, y la mayor parte del tiempo
decimos cosas como: “Estoy gordo. Soy feo. Me hago viejo. Me
estoy quedando calvo. Soy estúpido, nunca entiendo nada.
Nunca seré lo suficientemente bueno. Nunca seré perfecto”.
¿Ves de qué modo utilizamos las palabras contra nosotros
mismos? Es necesario que empecemos a comprender lo que
son las palabras y lo que hacen. Si entiendes el Primer Acuerdo
(Sé impecable con tus palabras), verás cuántos cambios
ocurren en tu vida. En primer lugar, cambios en tu manera de
tratarte y en tu forma de tratar a otras personas, especialmente
aquellas a las que más quieres.
Piensa en las innumerables veces que has explicado chismes
sobre el ser que más amas para conseguir que otras personas
apoyasen tu punto de vista. ¿Cuántas veces has captado la
atención de otras personas y has esparcido veneno sobre un
ser amado para hacer que tu opinión pareciese correcta? Tu
opinión no es más que tu punto de vista, y no tiene por qué ser
necesariamente verdad. Tu opinión proviene de tus creencias,
de tu ego y de tu propio sueño. Creamos todo ese veneno y lo
esparcimos entre otras personas sólo para sentir que nuestro
punto de vista es correcto.
Si adoptamos el Primer Acuerdo y somos impecables con
nuestras palabras, cualquier veneno emocional acabará por
desaparecer de nuestra mente y dejaremos de transmitirlo en
nuestras relaciones personales, incluso con nuestro perro 0
nuestro gato.
La impecabilidad de tus palabras también te proporcionará
inmunidad frente a cualquier persona que te lance un hechizo.
Solamente recibirás una idea negativa si tu mente es un campo
fértil para ella.
Cuando eres impecable con tus palabras, tu mente deja de ser
un campo fértil para las palabras que surgen de la magia negra,
pero sí lo es para las que surgen del amor. Puedes medir la
impecabilidad de tus palabras a partir de tu nivel de autoestima.
La cantidad de amor que sientes por ti es directamente
proporcional a la calidad e integridad de tus palabras. Cuando
eres impecable con tus palabras, te sientes bien, eres feliz y
estás en paz.
Puedes trascender el sueño del infierno sólo con llegar al
acuerdo de ser impecable con tus palabras. Ahora mismo estoy
plantando una semilla en tu mente. Que crezca o no, dependerá
de lo fértil que sea tu mente para recibir las semillas del amor.
Tú decides si llegas o no a establecer este acuerdo contigo
mismo: Soy impecable con mis palabras. Nutre esta semilla, y a
medida que crezca en tu mente, generará más semillas de amor
que reemplazarán a las del miedo.
El Primer Acuerdo cambiará el tipo de semillas para las que tu
mente resulta fértil.
Sé impecable con tus palabras. Este es el primer acuerdo al que
debes llegar si quieres ser libre, ser feliz y trascender el nivel de
existencia del infierno. Es muy poderoso. Utiliza tus palabras
apropiadamente. Empléalas para compartir tu amor. Usa la
magia blanca empezando por ti. Dite a ti mismo que eres una
persona maravillosa, fantástica. Dite cuánto te amas. Utiliza las
palabras para romper todos esos pequeños acuerdos que te
hacen sufrir.
Es posible. Lo es porque yo mismo lo hice y no soy mejor que
tú. Somos exactamente iguales. Tenemos el mismo tipo de
cerebro, el mismo tipo de cuerpo; somos seres humanos. Si yo
fui capaz de romper esos acuerdos y crear otros nuevos,
también tú puedes hacerlo. Si yo soy impecable con mis
palabras, ¿por qué no tú? Este acuerdo, por sí solo, es capaz
de cambiar toda tu vida. La impecabilidad de tus palabras te
llevará a la libertad personal, al éxito y a la abundancia; hará
que el miedo desaparezca y lo transformará en amor y alegría.
Imagínate lo que es posible crear sólo con la impecabilidad de
las palabras. Trascenderás el sueño del miedo y llevarás una
vida diferente. Podrás vivir en el cielo en medio de miles de
personas que viven en el infierno, porque serás inmune a él.
Alcanzarás el reino de los cielos con este acuerdo: Sé
impecable con tus palabras.

lunes, 4 de agosto de 2008

Los zapatos de mi hermano. H Gamero

…, siempre queda una parte de pesar, una ligera sensación de pérdida acechando la sensación de ganancia; la tendencia a preguntarse, un poco ilusoriamente, lo que podría haber sido.
Henry James

Los zapatos de mi hermano

Apenas llego a su apartamento en Margarita y entro al cuarto donde él solía dormir veo sus zapatos de correr en el piso del closet: los de marca famosa y aire en la goma. Recuerdo cuando los compró; los tenía puestos y me señaló sus pies con cierto regodeo. Eran flexibles como un guante usado, tan blancos que deslumbraban, de cordones gruesos, suaves y unas líneas ágiles de color azul se deslizaban a los lados para terminar en el símbolo que nítidamente los identificaba. Fue un domingo en la mañana, en la reunión que tradicionalmente hacemos en casa de Tita, donde nos contamos los chismes de la semana y tomamos el imantado café con leche que prepara una de las muchachas. Aunque seas menor que yo, me dijo Gonzalo sonriente, con estos no podrás alcanzarme; nada los iguala, son tan livianos que no se sienten y el colchón de aire que encierra la suela ayuda a una pisada más suave, ya verás. Yo admiré los zapatos de mi hermano y reí con él, confiado, sabiendo que aunque un día se sienta con ánimos de dejarme atrás, siempre esperará a que yo lo iguale para cruzar juntos la meta.

Así ocurrió en el Maratón de Caracas en 1984. Durante meses nos preparamos con rigurosa disciplina. Nos levantábamos a las cuatro y media de la mañana ―me llamaba por teléfono para asegurarse de que ya me había despertado― y nos encontrábamos en el parque un poco después de las cinco donde con la misma rigurosidad nos esperaba Leslie Mentor, el entrenador ad honorem de todos los corredores que se dan cita en el Parque del Este y sueñan con hacer un buen papel en el maratón. Al vernos chocábamos las manos, más que para saludarnos como una forma de felicitarnos por haber cumplido una vez más, por ser puntuales, por estar ahí a esa hora de la mañana, aunque medio dormidos, aunque luego nos esperara un día de trabajo, pese a que en horas de la tarde fuésemos presa de incontables bostezos que, al menos yo, trataba de controlar con pésimos resultados. Hacíamos alguna calistenia y luego de que el grupo se completaba, en medio de gritos de aliento y animosos aplausos, salíamos a trote suave, acompasado, que luego se hacía intenso, jadeante, por los caminos todavía oscuros del parque. El aire perfumado de humedad se sentía en la cara y todo el cuerpo, fresco, muchas veces frío, mientras nuestros pasos resonaban en la noche como si de efusivos y continuos abrazos que palmean espaldas se tratara, para luego convertirse en apenas un redoble de latidos cuando entrábamos a la grama y se sentía el suelo afelpado, en ciertas ocasiones chispeante cuando se caía en algún pequeño e inadvertido charco que llovía gotas de tierra sobre nuestras piernas sudadas. Los más rápidos marcaban el camino señalado por el entrenador mientras que el resto lo seguíamos a cierta distancia tratando en vano de darles alcance. Gonzalo, que nunca fumó, poco aficionado al licor y mucho más experimentado que yo en esto de correr, miraba hacia atrás y me hacía señas con la mano para que no me quedara rezagado. Yo me esforzaba un poco y seguía de cerca las gruesas y brillantes piernas de mi hermano cuyos músculos se marcaban como raíces que se adhieren al tronco de un árbol robusto. En ocasiones me acompañaba todo el trayecto y a un ritmo más suave al que acostumbraba le sobraba aire en sus pulmones para, como si estuviese sentado tranquilamente en la terraza de un cafetín degustando su bebida favorita, hablarme durante largos trechos sobre alguna anécdota graciosa, sobre cualquier cosa que pasara por su cabeza con el objeto de distraerme, de que no pensara en el dolor de mis piernas, en la falta de aire de mis pulmones y finalmente no abandonara la carrera.
Día tras día, cinco días a la semana, cumplíamos religiosamente la rutina para estar a punto y correr, o al menos terminar con el mayor decoro, los cuarenta y dos kilómetros que significa el gran maratón.
El día de la contienda llegamos muy temprano, descansados, premiados por habernos levantado una hora después a como solíamos hacerlo. El cielo estaba barrido de pesares, de un azul lleno de fanatismo y regado de matices de euforia hacia el este. Los corredores comenzaron a llegar por decenas mientras Gonzalo y yo, como la mayoría entusiasta, estirábamos el cuerpo y dábamos pequeños saltos para calentar los músculos y aceitar las coyunturas. Saludos iban y venían entre los amigos del parque que allí nos encontrábamos y entre los desconocidos que solos o en grupos iban llegando a la esperada fiesta anual de los corredores, que por compartir los mismos gustos al aire, al sudor, a la competencia, nos reconocíamos como lo pueden hacer los niños cuando se encuentran en una fiesta de caramelos, globos y serpentinas. Gonzalo saludaba a todo el que se le cruzaba mientras repetidamente levantaba los pies hacia atrás tocándose los talones con sus manos. A pocos segundos para la partida ajustamos el cordón de los zapatos, los relojes, el alfiler que sostenía nuestro número sobre el pecho, bebimos un trago de agua y allí, sobre las puntas de nuestros pies que daban pequeños y rápidos saltos, en medio de una algarabía de brazos, piernas, sirenas, ambulancias y gritos de júbilo, esperábamos con gran impaciencia el tiro de partida para iniciar el largo recorrido.

Claro que estos no son los mismos zapatos que participaron en aquel maratón del 84, pero son parecidos; también tienen aire en la suela y son livianos. Me quedo mirándolos por un buen rato. No son aquéllos sin duda, pero podrían serlo, pienso. ¿Qué diferencia hay? Miro hacia el otro tramo del closet y allí están algunas de las franelas, shorts, medias y gorras de mi hermano. Todo como si nada, esperando en vano un poco de velocidad y aire fresco. Se trata de sólo objetos, me digo. Sin embargo, ningún alivio, ningún consuelo se deriva de esta conclusión.

“Ya no podremos ir a Margarita. No es fácil para él”¾dijo Lourdes en una oportunidad, solemne, grave, con la mirada puesta sobre sus manos que se retorcían (fue uno de esos domingos familiares, mientras el café aún humeaba sobre las tazas y la conversación flotaba sobre una frágil quietud). Confundido, observé por unos segundos sus párpados gachos. Sus palabras comenzaron a martillar mi cabeza al mismo tiempo que mi espalda se doblaba como si sobre mis hombros hubiesen caído los conflictos de toda una vida, todos al mismo tiempo. En ese instante escucho a alguien que muy temprano toca la puerta del cuarto de huéspedes donde duermo cuando iba a la isla con mi hermano y mi cuñada. Ya es hora, dice Gonzalo tras la puerta. Voy, contesto remiso entre bostezos y posibles excusas de renuncia al tiempo que estiro mi cuerpo y luego lo encojo hasta hacer un ovillo. Gonzalo insiste. Sabe que a la primera nunca me levanto. Cuando salgo del cuarto, soñoliento y con los zapatos de trotar en las manos como dos botellas que un borracho acarrea por el camino, ya mi hermano está frente a la ventana, listo, mirando hacia el abandonado hotel Concorde, doblando su cintura como si bailara el hula hula y tocándose los talones con la punta de las manos como solía hacerlo antes de correr. Observa, sin darle la menor importancia, mi cara de súplica que clama por un rato más de sueño y riendo me dice que el día está despejado, bello para trotar. Y como el presentador de un suntuoso espectáculo, con la más elegante de las verónicas que pueda desplegar un apuesto torero, gira y me muestra el mar que se ve tras la ventana. Poco convencido a pesar de la vista, de los bonitos pajarracos que revolotean cercanos y de los divertidos esfuerzos para animarme que despliega Gonzalo, me pongo los zapatos con el desdén de quien recibe un no por respuesta, bostezo un par de veces más e inicio yo también los estiramientos de rigor que generan pequeñas explosiones entre mis huesos holgazanes. Luego calculamos el tiempo en que haremos el trayecto del día, siempre tratando de superar, aunque sea por pocos segundos, la marca anterior. Ya en la planta baja del edificio, después de una última calistenia que hacemos bajo una alborotada palmera atestada de cocos, ajustamos nuestro reloj y salimos a trote suave por una ancha avenida poco transitada que invita a recorrerla a diario. Después de dejar atrás el una vez gran hotel, la misma acera bordea la ribera de una laguna verde y tranquila que como un buen ejemplo refleja la belleza de los manglares que la rodean y el cielo que la cubre. A los pocos minutos de respiración rápida, cuando las primeras gotas de sudor comienzan a bajar por la frente y los músculos se sienten calientes, se olvida el sueño, la modorra, se deja de extrañar la cama para reconocer el bienestar que liberan las endorfinas sobre el espíritu y sentirse reconfortado por finalmente haberse levantado, por no haber sucumbido a las caricias de aquella almohada blanda asiento de tantas fantasías a veces verdaderas. Al ver que una expresión de júbilo comienza a aparecer en mi rostro, Gonzalo sabe que es el momento de arreciar el trote. A una señal de su cabeza apura la carrera. Yo trato de alcanzarlo, pero es inútil, por varios minutos se adelanta abriéndose paso entre las ráfagas de brisa marina, los aromas del rocío temprano y las siluetas que dejan los pájaros en el aire; hasta que de nuevo, como si hubiera bebido de alguna poción que necesita para vivir, ya satisfecho, reduce el paso y sin detenerse me espera hasta que nuevamente lo igualo. Al llegar a la playa cruzamos el muelle de los pescadores, donde ya, como una tradición del lugar, una decena de perros flacuchos nos esperan para mostrarnos sus dientes blancos, brillantes, afilados con las espinas de los pescados que trituran a diario. Entramos a Playa Valdez y nos deleitamos un rato con la vista de los coloridos peñeros de techos bajos y sus pescadores limpiando las cubiertas o preparando la red para hacerse a la mar. Gonzalo los saluda y estos le devuelven el gesto como si fuera el dueño del peñero vecino que por un momento se olvidó de las redes y se fue a corretear la paciencia a otro lado. Luego trotamos a lo largo de La Caracola, nuestra playa preferida por su paseo aislado y por la compañía de muchos que como nosotros van y vienen sobre sus pasos constantes mientras que los pelícanos clavan sus estacas en el agua, los zamuros picotean en la orilla los restos de los peces que no superaron la noche y nosotros, nosotros con los cuerpos húmedos, una y otra vez, impulsamos las piernas y brazos hacia delante, respirando el olor salado que se desliza con la brisa sobre las olas, tratando quizás, como el resto de los esperanzados, de ganarle a la vida trotando el bienestar que el tiempo nos arrebata sin tregua.

Nadie fue capaz de preguntarle a mi cuñada el porqué; por qué mi hermano ya no podía volver a Margarita. Tita bajó la cabeza y un mechón de cabello gris, como un abanico que se abre, se deslizó y cubrió parte de su rostro arado de arrugas. Jesús cambió de posición sobre la silla. Elsa sirvió un poco más de café dentro de las tazas ya rebosantes. Y yo, encorvado, la observaba sin pestañear. Nadie le preguntó. Todos lo suponíamos a fin de cuentas. Al menos una amarga sospecha flotaba en el ambiente desde hacía un tiempo. Lourdes, de pocas palabras y enemiga de las exageraciones, dejó de estrujarse los dedos, sacó un papel de su cartera y lo leyó con voz temblorosa. Un silencio pesado se esparció por la sala como si de pronto una tubería se hubiese roto, mojado mis pies y trepado por todo mi cuerpo hasta asomarse a mis párpados trocado en agua. Me levanté, salí al balcón y miré a lo lejos algo que no recuerdo.

Un grupo compacto largó al sonido de la señal. Muy pronto los corredores más experimentados, los profesionales, diría yo, se ubicaron a la cabeza a toda velocidad y se fueron desprendiendo como lo pueden hacer las primeras risas de un grato encuentro. Por supuesto que Gonzalo y yo no íbamos en ese primer lote, pero tampoco en el último, detrás de nosotros parecía haber el mismo número de cabezas pivotantes que delante, lo que de alguna forma nos hacía sentir conformes con el trabajo que veníamos haciendo, con todo el entrenamiento que habíamos recibido en el parque, que nunca pasó de diez kilómetros diarios o de veinticinco a lo sumo un par de veces en toda la temporada. Gonzalo marcaba el paso con sus vigorosas piernas y, como acostumbraba, de vez en cuando miraba de reojo hacia atrás para chequear que su hermano menor estuviese cerca. El trecho de la autopista entre Caricuao y Santa Mónica quedó cubierto en buen tiempo entre pasos cortos y jadeos incesantes; aunque muy pronto comencé a sentir la falta de aire. El sudor bajaba hecho lluvia desde nuestras cabezas y todo el cuerpo para absorberse luego en la camiseta, el short, o salir disparado de nuestros dedos cuando nos pasábamos la mano por la frente y con fuerza lo largábamos a un lado como si arrojásemos malignos espíritus de nuestros cuerpos. ¡Vamos bien!, me decía Gonzalo de vez en cuando después de comprobar que no me había despegado de él. Yo también trataba de animarlo, ya que a pesar de que para mí siempre fue el hombre de acero, el duro de la familia, no me olvidaba de que ya se acercaba a los cincuenta. Voy bien, brother, le decía, ¿y tú? Fresco como una lechuga del páramo, me respondía, y continuaba el jadeo uniforme y el paso firme con la mirada puesta en algún punto del asfalto que hipnotiza, que hace olvidar el dolor de las piernas, el cuello, la cintura, la falta de aire. Los grupos cada vez se distanciaban más y los profesionales ya se habían perdido de vista. La ambulancia socorría a los que no se sabían administrar o no habían entrenado lo suficiente y los voluntarios surtían de agua a los maratonistas que sin parar tomábamos un trago y nos echábamos el resto sobre la cabeza sudada.
No podría asegurarlo, pero quizás ya a la altura de la Universidad Central habíamos recorrido los veinticinco kilómetros que un par de veces habíamos hecho en los entrenamientos. No había cartel o dibujo en el piso que lo señalara ni voluntario que lo anunciara, sólo sentí como un frenazo, el peso de un infortunio, un fuerte ventarrón de frente que me dificultaba seguir avanzando y me hizo bajar la velocidad. También Gonzalo lo sintió, su rostro había perdido la primavera de los primeros kilómetros y el vaivén de sus puños había dejado de pendular a la altura de la cintura para hacerlo ahora muy cerca de sus muslos. Sin desacelerar me dijo: Vamos, no decaigas. ¡Ánimo!, gritó. Yo sentí como si me hubiera halado por la pechera y de nuevo me coloqué a su lado. Continuamos a paso constante viendo cómo muchos ya caminaban y otros se retiraban exhaustos, cabizbajos, vencidos por el rigor de la carrera y por el sol que caía con odio sobre las cabezas reverberantes. Los gritos de ánimo se repetían desde todos lados. La gente eufórica los lanzaba desde los balcones de los edificios, desde las aceras, desde los carros que esperaban, desde el frente de las casas y comercios: “¡Tú puedes. Ánimo. No te dejes. Vamos. No hay dolor. No hay dolor!”, decían una y otra vez, aplaudían y mostraban sus puños al aire en señal de apoyo. Yo ya me sentía desfallecer. Cuando Gonzalo vio el sufrimiento en mi rostro me recordó la vergonzosa historia de cuando vivíamos en Punto Fijo y yo siendo todavía un niño salí desnudo a la calle. Creo que acababas de levantarte, dijo, y le estabas fastidiando la vida a Ramiro sin importarte que fuera más grande y gordo que tú. Siempre lo hacías a pesar de que ya habías probado el sabor del par de piedras que tiene en las manos. Él dormía y tú le halabas la cobija una y otra vez. El sólo recordarlo me da risa. Varias veces te dijo que lo dejaras en paz, pero tú le seguías halando la cobija y te reías a carcajadas al ver cómo una y otra vez se tapaba en medio de gruñidos y advertencias. Hasta que, cuando menos lo esperabas, se levantó de la cama con el puño en alto, los ojos retorcidos y corrió tras de ti hecho un demonio, ¿recuerdas? No, le dije entre dientes; lo que sí recuerdo es el final de la historia y no me parece muy divertido. Claro que es divertido, continuó Gonzalo, riendo entre suaves jadeos. Corriste por toda la casa buscando a Tita para que te protegiera, pero había ido a misa y no podía hacer nada por ti. Cuando pasaron por la sala Ramiro cayó al tropezar con una silla que lanzaste al camino. Eso empeoró las cosas. Su cara ya enrojecida se puso como el de un tomate podrido ¾vas bien, hermano, vas bien. Baja un poco los brazos e inclínate hacia delante para que el peso del cuerpo te ayude¾. Luego corriste al comedor donde dieron varias vueltas como en las comiquitas: cuando tú ibas por un lado él por el otro y viceversa, siempre riéndote, sacándole la lengua, diciéndole bola de mierda, aprovechando que eras chiquito y flaquito para con agilidad escapar de sus garras cada vez que te le acercabas temerariamente. Ramiro ya sudaba, su respiración era como la que ahora llevas, seguramente un poco de espuma estaba a punto de salir por su boca abierta cuando en un descuido casi te agarra por la cabeza y unos cuantos de tus cabellos le quedaron entre los dedos. Aterrado por lo que te esperaba si por fin te agarraba, corriste a toda velocidad hasta el zaguán de la casa y luego hasta la puerta de la calle por la que saliste como una liebre asustada y a carcajadas se la tiraste en las narices, feliz de haber escapado de una paliza. De pronto Ramiro, quien te veía a través de la tela metálica de la puerta, cambió drásticamente su cara de animal rabioso por una de muñeco malvado. Sus ojos verdes brillaron y una sonrisa maléfica se alineó en su boca. Lentamente, atento a tu expresión algo desconcertada, pero todavía burlona ¾separa los brazos del cuerpo, dale espacio a la espalda¾, cerró la puerta y le pasó llave por dentro. Ramiro por su lado, y yo, junto con Toñita, Elsa, Beatriz y Jesús que mirábamos desde la ventana, comenzamos a reírnos como nunca. Y fue en ese momento, justo en ese momento, que te diste cuenta de que estabas completamente desnudo. Si hubieses visto la cara que pusiste sí te resultaría gracioso, y mucho. Enseguida subiste una rodilla, te tapaste con las manos y comenzaste a llorar. Al escuchar las fuertes risotadas que salían de la casa, los que estaban en la zapatería de enfrente y los de la venta de bicicletas, cuando te vieron sin ropa y acurrucado delante de la puerta, comenzaron a reír también, mientras tú desesperado le rogabas a Ramiro que te perdonara, que te abriera, que nunca más le ibas a halar la cobija ni a decir groserías. Bueno, si no es por Tita que llegó poco después todavía estuvieras ahí, esperando desnudo en medio de la calle. Al menos me salvé de la paliza, murmuré. Reímos. Tú me la hubieras abierto, le dije finalmente.
Yo continuaba avanzando como si hubiera recibido algún tipo de cuerda mecánica. Ya por la avenida Río de Janeiro, cerca del kilómetro treinta, mis piernas estaban a punto de abandonar, negándose a subir las aceras o a esquivar los huecos que de vez en cuando se presentaban. Gonzalo observó de nuevo mi rostro y bajó un poco el ritmo. Recordé cuando una vez siendo niño me regañó por no copiar un párrafo de Julio Verne a la misma velocidad que él me lo dictaba. Cuando vio aquellas gruesas lágrimas bajar por mis mejillas me acarició la cabeza y comenzó a leer más despacio.
Nos habíamos propuesto no caminar, terminar la carrera corriendo aunque fuese al paso de las buenas noticias, pero trotando siempre. Vaya que lo intenté. Cuando llegamos al Llanito, donde los treinta y cinco kilómetros sí estaban claramente marcados sobre una llamativa tela blanca, yo no podía más: todo el cuerpo me dolía, la cadera y las piernas ya no me respondían y la presión de una gran decepción parecía dejarme sin aire alguno. Al dar la curva bajo el gran cartel mis piernas finalmente se doblaron y caí sentado sobre el pavimento. La pared, dijo Gonzalo, la famosa pared de los treinta y cinco; descansemos un minuto y luego sigamos caminando. No, le dije, no pares, recuerda el compromiso, sigue tú brother, yo ya no puedo más. Ni pensarlo, insistió, nuestra meta es terminar la carrera, no importa que lleguemos de últimos, no importa que lleguemos gateando, pero terminar. ¡Vamos!, dijo, sólo faltan siete kilómetros. Me tomó por ambos brazos, me levantó de un envión y comenzamos a caminar hacia la Plaza Venezuela. ¿Recuerdas cuando viniste a Caracas por primera vez?, me dijo. Yo manejaba el Thunderbird, ¿te acuerdas del Thunderbird? Te encantaba montarte en él. Cuando desde lejos viste los edificios te quedaste un buen rato con la boca abierta para después pedirme que te llevara a esos dos grandes que se veían a lo lejos ―respira profundo, por la nariz y por la boca. Hazlo varias veces rápido y luego con calma―. Sin tráfico alguno llegamos a las Torres del Silencio, estacionamos cómodamente, caminamos por sus pasillos relucientes y nos comimos un helado en la Plaza Caracas. Estabas fascinado con los jardines y el aire que se respiraba. Luego te llevé a la Plaza Bolívar, limpia, llena de gente sonriente que caminaba con expresión orgullosa, y ancianos de tirante, corbata y sombrero sentados conversando alegremente con las piernas cruzadas y un tabaco entre los dedos. Te pusiste a corretear las palomas mientras nosotros escuchábamos la música de antaño que un grupo de mayores interpretaba. Las autopistas te deslumbraron, recuerdo; también el Humboldt sobre el Ávila; no podías creer que unos cómodos carritos sobre cables silenciosos te llevaran hasta lo alto de la montaña ―vas bien, vas bien, no decaigas―.
Cada vez que Gonzalo me miraba yo trataba de mostrarle el pulgar, pero, ¿a quién engañaba? La respiración profunda no pasaba de mi garganta y el poco aire que tenía en los pulmones me salía por la boca con la rapidez de estar recibiendo consecutivos puños en el estómago, al tanto que mis pies se deslizaban a rastras por el pavimento caliente. ¿Recuerdas aquella muchacha de Los Caobos de la que tanto hablabas, continuó Gonzalo, la que te escribía poemas en inglés y los firmaba con gruesos besos rosas, y tú le respondías con largas cartas de páginas y páginas que nunca le entregabas? ¿La recuerdas? Linda chica… Pasabas horas hablando con ella por teléfono... Recuerdo que quisiste impresionarla demostrándole cuánto corría tu primer carro al que le habías montado unos cauchos tan anchos que pegaban del guardafango. No tuviste tiempo de cambiarlos y tampoco querías perder la cita, así que no pudiste pasar de sesenta cuando la llevaste a pasear. El ruido no les dejó ni siquiera oír un poco de música; tenían que gritar para entenderse. ¡Qué pena…! Finalmente a ella no le importó ir despacio, le dije con la voz que me salía por pedazos. Me imagino que no, dijo riendo ¾así es, hermano, poco a poco. Aunque sólo caminemos, igual vamos avanzando. Ánimo. No duele, todo es una ilusión―. Sin cesar me miraba como inquieto, preocupado. Yo trataba de sonreír y de disfrazar mi deplorable estado para que no pensara en la posibilidad de renunciar, de abandonar el maratón por mi culpa. Como nosotros, muchos también caminaban, lo que nos consoló un poco. De vez en cuando nos pasaba algún voluntarioso a paso corto con la mirada fija en el asfalto, atento a lo que éste le decía para olvidarse de sus piernas engarrotadas y cuello endurecido, reflejando nuestra propia imagen dentro de los meandros de su cuerpo. Las botellitas de agua vacías cubrían el camino, la gente aún animaba a los participantes desde las aceras y casas y todo el odio del sol se derretía sobre nuestras espaldas. Ya no nos quedaba agua que sudar ni aire que exhalar. Al cabo de un rato de endeble caminata, faltando quizás un par de kilómetros para la meta, me armé con el yelmo, la pechera y la espada de plástico que Gonzalo me regaló en una lejana Navidad y le dije que ya me sentía mejor, que si quería podíamos trotar un poco. Muy lentamente, pero corriendo como lo habíamos planeado, nos acercábamos al festín de la meta. La gente reía, aplaudía, gritaba vivas a todo el que pasaba como si cada uno de aquellos cuerpos escuálidos, ensopados de cabeza a pies, fuera el de un viejo amigo al que se le quiere estrechar la mano. Mi trote era defectuoso, atolondrado, zigzagueaba, cojeaba como un pobre arrepentido resignado a su dolor, pero avanzaba; casi con los pies a rastras, avanzaba al lado de mi hermano que me veía altivo, con el mismo orgullo que yo sentí por él desde que tuve uso de razón. A sólo unos metros de la meta Gonzalo me pasó el brazo por encima del hombro. Yo hice lo mismo. Y corriendo, como lo habíamos planeado, cruzamos juntos la meta.

Como el montañista poco apasionado que conquista el pico de sus sueños y con ello se siente más que satisfecho, yo jamás volví a participar en un maratón. No así Gonzalo, que adicto a la naturaleza, al aire libre, a la disciplina y voluntad de un Monje Budista, corrió ocho maratones más a lo largo del mundo. Sin embargo, entre maratón y maratón, nunca perdimos la costumbre de encontrarnos en el parque y correr a placer entre la frescura de los árboles y los cantos de cotorras y guacamayas. Borges, es el nombre del recorrido que siempre hacíamos en el parque porque así se apellida el que lo midió por primera vez. Comienza en el cafetín que da a la Carlota, luego sube por las anacondas, atraviesa el aviario, los lagos las corocoras y los patos, bordea el jardín hidrofítico, baja por el planetario y sigue hasta el otro extremo del parque pasando por el puesto de la guardia para luego subir hasta el cafetín que mira a la Francisco de Miranda, baja otra vez casi hasta el vivero para subir de nuevo por el lago de los botes y encontrarse con la laguna Carlos Guinand, bordearla y bajar una vez más hasta pasar por donde está el águila arpía en su jaula privada y seguir cuesta abajo hasta pasar frente al barco que hasta hace poco fue la réplica de uno de los de Colón, para subir una vez más por donde están los jaguares y terminar finalmente en el cafetín donde se inicia el recorrido. Allí tomábamos un café y planificábamos el próximo encuentro. Gonzalo lo disfrutaba tanto. Sí, lo disfrutaba mucho. Pedía un café negro pequeño sin azúcar y un jugo de naranja. Mientras hablábamos, entre nosotros o con algún otro compañero, Gonzalo tomaba un sorbo de café e inmediatamente uno de jugo. Le agradaba la combinación. A veces no parábamos en el café donde se completa el circuito sino que seguíamos un poco más hasta encontrarnos de nuevo con la imponente águila arpía, siempre atenta a todo el que pasa a su alrededor con los ojos inquisidores y cabeza giratoria comparable al periscopio de un submarino que vigila. Allí, frente a su mirada penetrante, estirábamos las piernas, los brazos y movíamos nuestra cintura en círculo para tonificar las caderas. Yo abría los brazos con la esperanza de que el ave hiciera lo mismo y aunque fuese una vez verla con sus alas desplegadas, pero no, nunca nos complació, se mantenía impávida con sus fuertes garras aferradas al tronco seco que le sirve de asidero. A veces nos olvidábamos de nuestra poco complaciente amiga de cabeza gris e íbamos a estirar los músculos al estanque de las nutrias que nos recibían con estruendosos chillidos y, muy a propósito, comentábamos sobre las trivialidades siempre repetidas como qué livianos se ven esos zapatos, dónde compraste el short o qué franela tan buena la que llevas que seca tan rápido. Y es que mientras corríamos o descansábamos de la carrera Gonzalo huía de las conversaciones formales o muy serías. Cuando alguien tocaba algún tema político, de sucesos o enfermedades, él cambiaba la conversa para hablar de las nuevas máquinas adquiridas por el laboratorio de la salud en el gimnasio de la compañía petrolera, de las anécdotas de su profesión, de las de otros, de las mías, del nuevo reloj para correr que no se rompe con nada, de aquél que controla las pulsaciones, del país donde correría su próximo maratón o simplemente se callaba si finalmente no conseguía cambiar el tema. Con el tiempo entendí que el correr con mi hermano era sólo una parte de la diversión pues se trataba de algo integral, un placer físico pero también espiritual donde la actividad del cuerpo se desarrollaba en medio de pensamientos y charlas ligeras, si se quiere divertidas, que hacían de la acción una verdadera terapia para el cuerpo y la mente.

Un inesperado día, aún joven y mucho antes de que yo lo imaginara, mi hermano ya no quiso trotar. Recuerdo que fue un sábado en la mañana, como a la siete, diría yo, antes de que llegara la multitud de los sábados ―ya qué importa la hora. Me siento estúpido pensando en ese detalle, también en la gente que aún no había llegado al parque―. Llevaba su franela sin mangas con el nombre de Maraven. Extrañamente hoy no encontré ese brillo que siempre caracterizó a los ojos de mi hermano. Busqué dentro de ellos, pero ya no brillaban. Los tenía apagados, esquivos, renuentes a mirar de frente. Unas nubes espesas y grises, las mismas que hacen temblar al público cuando aparecen en cuentos, novelas y películas, cubrían el cielo de forma tal que del Ávila apenas se veía un delgado y muy bajo cinturón verde, por no decir azul blanquecino, que apenas destacaba como una banda borrosa al norte de la ciudad; pero no llovía, aún no llovía. Pensé que se trataba de una broma. No era tal. Su expresión no dejaba dudas. De pronto sentí como si un rayo, de esos que se estaban fraguando en las alturas, me hubiera partido en dos y mi cuerpo dividido buscara sin éxito recomponer los pedazos que habían quedado regados a kilómetros de distancia el uno del otro. Las bandadas de loros parecían fuera de sus cabales; escandalizaban desesperados por los aires y entre las ramas de los árboles que tenebrosamente los escondían iban y venían de un lado a otro como si pretendieran linchar a algún pájaro malvado que les hubiera quitado el alimento.
¿Por qué, brother?, le pregunté incrédulo, renuente a aceptar lo que parecía inevitable, contrario también a aceptar un cambio en mi propia vida. ¿Por qué ya no quieres correr? No hubo respuesta. El tiempo se congeló en el aire y las palabras se fueron amontonando en un lejano e inaudible depósito de palabras. Aún no, me dije, le dije a mi hermano, todavía tenemos tiempo para hacer lo que siempre hemos hecho. No pasa nada. No, no pasa nada. Quizás todo se trata de una gripe. Una penosa gripe. Sí, eso es, uno de esos virus que sabotea el aire para entrar en nuestros cuerpos y quitarnos las fuerzas. Sin embargo no había tos, su respiración era normal. Pero por otro lado lucía amarillento, tieso. Su mirada imprecisa, como si mirara hacia adentro, describía un espacio entre sus pestañas que se perdía en una negrura de límites insospechados. Aterrado me pregunté si me reconocía. Por un momento su mirada me hizo dudar. Esbozó lo que quiso parecer una sonrisa en su rostro enmascarado, dio media vuelta y se encaminó hacia el lado contrario al de las anacondas. De espaldas lo noté rígido, delgado, los músculos de sus piernas flácidos y lento el movimiento de sus brazos. Lo llamé y volteó con el cuerpo completo como si una espada lo atravesara desde la cabeza hasta la cintura. Y de nuevo esa mirada, otra vez esa mirada. Su mirada hincaba en alguna parte, hería, dolía como un par de banderillas en el lomo de un toro humillado. Su mirada traspasaba tu propio cuerpo como si no estuvieras allí y sólo una silueta se levantara frente a sus ojos.

Una vez más la voz temblorosa de Lourdes leyendo aquel papel arrugado y vuelto a planchar, oloroso a linimento, a ungüento evaporado, retumbó dentro de mi cabeza. Una y otra vez se repetía. Como la sentencia injusta en el pulso de un inocente, se repetía sin cesar. Traté de engañarme, de decirme que todo lo que me taladraba el pecho eran simples e inexpertas conjeturas, que Lourdes se había equivocado, que consultó al médico equivocado, que todo se trataba de suposiciones sin fundamento producidas por el miedo a que las cosas fueran diferentes a como siempre habían sido, a que la vida me mostrara finalmente en carne propia lo cruel que puede ser; pero no, sus palabras martillaban mi cabeza una y otra vez como los reclamos de una conciencia culpable. Caminé junto a él. Lo tomé por el brazo y regresamos al sendero donde se inicia la Borges. Con palabras que pretendían ser jocosas le dije que yo tampoco me sentía muy bien, que caminar de vez en cuando era mejor que correr siempre. Que lo mejor sería alternar el ejercicio: un día correr y otro caminar, o dos días caminar y uno correr. ¿Qué opinas, brother? Podemos hacer eso. Si quieres. Me parece lo mejor: un día corremos y dos caminamos; sería lo ideal. La semana pasada me estuvieron doliendo un poco las rodillas y creo que se debió al exceso de entrenamiento. Correr cinco días a la semana como antes lo hacíamos fue mucho, demasiado. Por eso te sientes así. Por eso me duelen las piernas. Ya verás que con la nueva rutina nos sentiremos mejor. Vas a estar mejor que cuando ganaste aquel premio de esgrima en la universidad, ¿recuerdas?, o cuando corriste esos tantos maratones alrededor del mundo, o cuando recibiste tu título de geólogo y después el master en geología en la Universidad de Oklahoma ―por aquí, brother, sigamos la ruta de Borges. ¿Recuerdas a Borges, el que creó todo este laberinto de veredas secretas y que tantas veces hemos recorrido? Ven, crucemos por la laguna de los patos y bordeemos el jardín hidrofítico. Mira cómo el sol traspasa las alas de aquella garza. Vamos bien―. ¡Ah, Oklahoma!, cuéntame de nuevo lo de Oklahoma... No importa, me acuerdo como si me lo hubieras contado ayer. Ya te habías casado con Lourdes, los niños estaban pequeños, Helena de dos añitos y Gonzalito apenas de mes y medio, y a ustedes les habían otorgado una beca para que hicieran el master en cualquier universidad de los Estados Unidos. Tú lo harías en geología y Lourdes en paleontología ―bajemos por el planetario―. Durante un par de meses buscaron en las universidades más prestigiosas de ese país una que contara con servicio de guardería, pero les fue imposible. Día tras día llegaban las cartas con la negativa y el tiempo de aprovechar la beca se agotaba. Pronto decidieron probar con algunas otras no tan renombradas, ¿recuerdas?, y fue precisamente la Universidad de Oklahoma la que contaba con una estupenda guardería dentro de la misma universidad. Te pusiste tan contento que ese día corriste dos Borges seguidas en una hora y cinco minutos, un verdadero record, brother. Si no es porque en ese tiempo yo aún era un mocoso te hubiese acompañado en el recorrido. Qué buenos tiempos ―a la derecha, sigamos por donde está la guardia―. Y no quiero ni recordarte la impresión que recibiste cuando te enteraste de que nuestro Rómulo Gallegos era profesor de literatura de esa universidad. En vano trataste de encontrártelo por los pasillos, de que alguien te lo presentara, pero fracasaste en todos los intentos, nunca coincidiste con el maestro hasta que un día decidiste ir a almorzar a un sitio donde él solía hacerlo, en casa de una compatriota que vivía de preparar almuerzos a los venezolanos que allá estudiaban. Llegaste un poco tarde. Mientras repasabas la larga y única mesa en busca de un puesto libre te topaste con la mirada bonachona y penetrante de Gallegos. Comía una arepa rellena de carne mechada y bebía jugo de papelón. Te miró y miró a su lado, como autorizándote a sentarte en el puesto libre que quedaba. Pero no, te quedaste mudo, observándolo como se ven los secretos que no se quieren contar y te marchaste del lugar con Doña Bárbara sin firmar bajo el brazo. No te sientas mal por eso, brother. Si Francisco Massiani perdió una cita con Julio Cortazar porque un amigo le insinuó que estaba mal vestido, no debes sentir vergüenza porque hayas sentido miedo de presentarte ante Gallegos. Tampoco García Márquez se atrevió a acercársele a Hemingway cuando se lo encontró en una calle de París y sólo alcanzó a gritarle “¡Maestro!” desde el otro lado de la acera. Yo tampoco me hubiera atrevido si hubiese estado en tu lugar ―ahora subamos un poco y luego bajemos por el vivero―. No hay apuro, brother, caminando también se avanza. Ya veras, con esta nueva rutina de ejercicio pronto estarás mucho mejor, ya lo creo. Te sentirás tan bien como cuando eras gerente de exploración de la petrolera y descubrieron aquellos nuevos pozos en alguna parte de nuestra prolifera tierra, creo que fue en Bachaquero o en Lagunillas, o cuando tus compañeros de PDVSA crearon el Tercer Triatlón bajo techo y lo bautizaron con tu nombre, o cuando publicaste aquellos informes sobre geología que tantos reconocimientos te trajeron, o cuando te nombraron director de asuntos internacionales del Ministerio de Energía y Minas, o cuando, ya jubilado de la industria nacional, la petrolera Canadian Oxy te contrató como su gerente general ―vamos bien, no hay dolor, todo es una ilusión―. Ya verás, te sentirás mejor que aquel día cuando el propio Presidente Carlos Andrés Pérez te entregó la Medalla Mérito al Trabajo en su primera clase, o cuando tus hijos te dieron esa seguidilla de nietos que ahora te envanecen ―bordeemos el lago Guinand. Vamos brother, no te dejes―. Ahí está el águila arpía con sus alas cerradas como de costumbre. Sí, ya sé, no hace falta verlas desplegadas, sólo hay que cerrar los ojos e imaginar cuán largas son. ¡Ah!, me acuerdo mucho de aquella anécdota que a veces contabas cuando corríamos largo y yo ya no podía con mi alma y asomaba la idea de abandonar. ¿Recuerdas, la del Nursultan Nazarbaev? Sucedió en Kazajstán. Fuiste invitado por el gobierno de ese país junto con otros geólogos de Maraven para realizar investigaciones sobre posibles exploraciones petroleras en su territorio. Estabas muy entusiasmado ya que era la primera vez que ibas al Asia y yo sé cómo... Y yo sé cómo disfrutas de las comidas exóticas, de conocer otras culturas y nuevos parajes. Bueno, resulta ser que el presidente Nazarbaev ofreció una cena en honor a los visitantes. Muy suntuosa según nos contaste. Decenas de empresarios de varias partes del mundo, políticos, empleados de gobierno y periodistas los acompañaron sentados a lo largo de una mesa que brillaba en medio de un salón decorado como el de un rey. Las alfombras de seda cubrían casi todo el piso y las paredes y techos estaban saturados de pinturas, adornos y unas lámparas gigantes que parecían de oro puro ―por aquí, ya estamos cerca del barco de Colón; respira profundo―. Según la costumbre, cada invitado debía decir unas palabras y al final de ellas levantar la copa y empinarse de un tirón su contenido de vodka; también debía hacerse cuando fuera otro el que hablara. Me imagino cómo te sentías, tú que apenas tomas. Pero no hacerlo podía significar una ofensa para los anfitriones, así que tuviste que guapear con los tragos. Cuando llegó tu turno ya por lo menos seis habían hablado, y brindado, y tú con ellos, claro, como pedía la etiqueta. Tu cabeza daba vueltas y olvidaste por completo lo que tenías que decir. Cuando se sentó el gringo que estaba a tu lado y tocaba tu turno, te levantaste, respiraste profundo y lo único que se te ocurrió fue mirar fijamente al presidente y decirle: “Presidente, usted es mi hermano”. El Nursultán se te quedó mirando visiblemente sorprendido, sus ojos brillaban como piedras preciosas expuestas a la vista de un ladrón. “Así es, usted es mi hermano”, continuaste con la copa una vez más llena de vodka, “porque sus antepasados atravesaron toda el Asia Central en dirección este, y por el mar de Bering, a través de las Islas Aleutianas, llegaron a nuestra América. Por eso no veo ninguna diferencia física entre los habitantes de esta tierra y los de mi país, lo que nos convierte en verdaderos hermanos. ¡Salud!”, dijiste; y una vez más, sujetándote con fuerza al espaldar de la silla, te empinaste la copa que te correspondía. ¡Salud!, dijeron todos con voz fuerte, casi gritando, contagiados de tu entusiasmo; y en un hecho sin precedentes, el propio Nursultan Nazarbaev, presidente de Kasajstán, se levantó de su silla y fue hasta donde te encontrabas y sujetándote por la cabeza con ambas manos te estampó sendos besos, uno en cada lado de la cara, al tiempo que te miraba emocionado y te decía “hermano kazaco”. Todos rieron y brindaron una vez más por tu original intervención ―falta poco, brother, vas bien, vas bien, esta es la última curva, subamos por la fosa de los jaguares―. El cuento no terminó ahí. Una vez fuiste a una reunión en Nueva York, hacía frío y tenías varias horas discutiendo sobre el hallazgo de nuevos pozos de petróleo. Bajaste del piso cuarenta donde te encontrabas buscando tomar algo más espeso que el café que toman en el norte. Estabas parado con tus colegas en una esquina de la Quinta Avenida esperando que la luz cambiara cuando sorpresivamente, desde una reluciente limosina negra estacionada frente a ustedes, sale una mano que saluda repetida y vigorosamente y la cara de un hombre risueño que asoma por la ventana del asiento trasero y te grita: “hermano kazako, hermano kazako”. No podías creer tamaña casualidad. Se trataba del presidente de Kazajstán en persona. Cambió la luz y no tuviste tiempo de estrechar su mano. Ambos se quedaron con los brazos alzados y las miradas encontradas por largos segundos. La vida está llena de sorpresas ―ya estamos por llegar, apenas faltan unos metros. Mira la gente, mira cómo se arremolina en la meta. Gritan vivas. Te reciben con entusiasmo. También el entrenador se ríe y te aplaude. Admiran la vida que has llevado, brother. ¡Vamos. No decaigas. Tú puedes. No hay dolor. Todo es una ilusión!―. Le pasé el brazo a mi hermano por encima de sus hombros y juntos cruzamos la meta.
De pronto el cielo no soportó una gota más y estalló con furia a través de grandes agujeros que entre nubes, recuerdos, centellas, preguntas y truenos quejumbrosos mojaron por largo rato todo lo que nos rodeaba.

Definitivamente estos zapatos no son los mismos con los que mi hermano corrió aquel maratón del 84, pero quizás sean los que usó para correr el maratón de París en el 2002, pienso, o el de Honolulú el año antes, o el de Roma, o el de Nueva York, o el de Estocolmo, o el de Cancún, o el de Londres, o algún otro, quién sabe. Recuerdo que cuando compraba unos nuevos dejaba los viejos aquí. Tomo uno de ellos y me siento en el piso a detallarlo. Su cuero está endurecido, inflexible, amarillento, el aire de su suela de goma ya no transparenta la luz, se ve turbio, los cordones se han ennegrecido, el plástico de sus puntas desconchado y ya no se aprecian las líneas y letras que identifican la marca. Descarto también que sean los mismos que una vez me enseñó en la reunión de los domingos. No pueden ser, me digo. No, repito en voz alta mientras lo hago girar lentamente entre mis manos. Tomo ambos zapatos como quien de pronto le da la mano a un extraño que se presenta solo y los tiro a la basura. Luego me acuesto. Es un sueño intranquilo. Entre patadas al vacío y vueltas de almohada corro un largo Maratón con mi hermano, el más largo del mundo. Nos levantamos a las cuatro y media de la mañana como solíamos hacerlo cuando entrenábamos y después de chocarnos las manos y hacer una breve calistenia comenzamos la gran carrera. Trotamos sin parar por infinitas veredas de conchas marinas que crujen como galletas bajo nuestros pies y que luego se convierten en una fina arena para después dar paso a un camino de algas franqueadas por setos de manglares y corales. Él va marcando el paso con sus piernas de roble mientras yo lo sigo a corta distancia con la mirada puesta sobre sus huellas que flotan. Sudamos copiosamente pero no se siente el calor ni el cansancio; el cuerpo no duele y el aire va y viene dentro de nuestros pulmones como lo hace en la placidez de un encuentro fraternal. A una señal de mi hermano igualamos nuestros cuerpos y aumentamos la velocidad hasta que la fuerza del viento nos hunde las mejillas, peina el cabello y los setos pasan borrosos a nuestro alrededor. Respiramos la magia de la Gran Sabana, navegamos por el Amazonas, admiramos la obra de Niemeyer en Brasilia, saludamos al Cristo Redentor de Río de Janeiro, respiramos el olor del Río de la Plata, disfrutamos de un baile de tangos en el Paseo Florida de Buenos Aires, bordeamos la costa atlántica de Sudamérica atestada de ballenas, pingüinos y leones marinos hasta llegar a la Patagonia donde aminoramos la velocidad para luego trotar plácidamente sobre el helado canal Beagle frente a Ushuaia, sobre el lago Fagnano entre montañas, y sobre los blancos e imponentes glaciares que marcan el fin de la gran cordillera andina. Gonzalo ríe a placer y una vez más aumenta la velocidad. En segundos pasamos a la Patagonia chilena, subimos a las alturas de las Torres del Paine, nos regocijamos con sus lagos lechosos, verdes y azules, navegamos por sus fiordos e islas, avistamos los colores terrosos del desierto de Atacama, los altiplanos de Bolivia y Perú con sus elegantes llamas y vicuñas que por segundos nos acompañan, bordeamos el Titicaca atestado de truchas, visitamos la ciudad imperial del Cuzco, los volcanes de Ecuador y corremos por la doble costa de Colombia hasta encontrarnos con el lago de Maracaibo y reducir el paso. Al llegar a la Plaza Venezuela Gonzalo no voltea. No me espera para cruzar la meta. Sigue de largo. Se pierde entre la gente. No me espera y se pierde entre la gente. Pregunto por él. Nadie lo ha visto. Su número no figura entre los participantes. Tampoco su nombre. Pero, ¡corrió, corrió conmigo!, le digo a alguien, búsquelo; por favor, búsquelo, inténtelo, revise una vez más... Al no encontrar respuesta pretendo gritar pero ningún sonido sale de mi boca, apenas un vaho, un aliento desnudo, un aire estéril que se regresa al llegar a mi garganta. Cuando ya me siento desfallecer y muero como si me hubieran enterrado vivo boqueando el nombre de mi hermano perdido, salto de la cama sudando y escondo la cabeza entre mis manos. Luego cruzo los brazos. Aprieto con fuerza mis hombros y comienzo a moverme como si sobre una terrible indecisión me encontrara. Bailoteo mi cuerpo por no sé cuánto tiempo con la mirada puesta en algún sitio gris que de vez en cuando parece relampaguear cuando una vaga esperanza ilumina la ventana. Al cabo me refugio en la almohada, la abrazo con fuerza y me dejo caer a un lado.
Duermo otro rato. Al despertar de nuevo estiro mi cuerpo, me incorporo pesadamente y me asomo a la ventana. La playa está serena y el día soleado. Bello para trotar, me susurra mi hermano al oído. Me visto y hago una corta calistenia con la mirada puesta en las ruinas del Concorde. Cuando ya me dispongo a salir me detengo un momento. ¿Por qué no?, me digo. Me quito los zapatos, voy hasta el cesto de la basura, retiro los zapatos de mi hermano, me los pongo y salgo a correr a La Caracola. Es verdad, tiene razón Gonzalo, no importa su aspecto actual, nada los iguala. Voy a trote manso y constante imaginando que sigo las hercúleas piernas de mi hermano que comienzan a sudar. Éste voltea, me hace la señal de costumbre y apura la carrera. Yo trato de alcanzarlo pero es inútil, se adelanta por el camino que bordea la laguna de manglares. Mientras veo cómo se aleja y se pierde entre olas y aromas marinos me invade un miedo terrible de llegar a la meta.